domingo, 6 de enero de 2013

LA RESURRECCION- QUE TODO CRISTIANO DEBE LEER



LA RESURRECCIÓN
En el huerto todo es silencio y brillar de rocío. Después de haber olvidado su azul-negro, con pespuntes de estrellas que por toda la noche han contemplado el mundo, el cielo va tomando los tintes de un zafiro más claro. El alba va empujando de oriente a occidente las zonas todavía oscuras, como la onda durante la marea alta que avanza siempre más, cubriendo la oscura playa, y sustituyendo el gris negro de la mojada arena y de los  con el azul marino de la gua.
Alguna que otra estrella no quiere morir, aunque su parpadear es cada vez más débil,  bajo la onda de luz blanco-verdosa del alba, de un color gris-lechoso, como la fronda de aquellos soñolientos olivos que coronan a ese montecillo poco lejano. Y luego naufraga sumergida por la onda del alba, como tierra que el agua cubre. El cielo pierde sus ejércitos de estrellas, y sólo, allá en las extremidades occidentales, tres, luego dos, finalmente una, se quedan a con templar ese prodigio diario que es la aurora cuando surge.
Y cuando un hilo de color rosa tira una línea sobre la seda de color turquesa del
cielo oriental, un suspiro de viento pasa por la fronda, por las hierbas diciendo:
«Despertaos. El día ha salido.» Pero no despierta sino la fronda y la hierba, que se estremecen bajo sus diamantes de rocío y hacen un tenue movimiento, acompañado de las melodías  las gotas dejan al caer.
Los pajarillos aún no se despiertan entre el tupido ramaje de un altísimo ciprés que parece dominar como señor en su reino, ni en el seto vivo de laureles que defiende del  cierzo.
Los guardias, fastidiados, temblando de frío, muriéndose de sueño guardan el sepulcro  en diversas actitudes. La puerta del sepulcro, a su extremidad, ha sido reforzada con una gruesa capa de cal, como si fuese un contrafuerte. Sobre el color blanco opaco golpean las largas ramas del rosal, como sobre el sello del templo.
Seguramente que las guardias hicieron alguna fogata en la noche porque hay ceniza y tizones por el suelo. Habrán jugado y comido pues todavía hay sobras de comida tiradas por el suelo y huesitos pulidos, que usaron en su juego, a modo de nuestro dominó, o al infantil de las canicas, sobre un tablero hecho en la vereda. Luego se cansaron, dejaron todo como estaba, y buscaron dónde poder acomodarse para dormir o velar.
En el cielo que tiene en el oriente una raya rosada que avanza hacia el firmamento sereno, donde todavía no hay ni un rayo de sol, se asoma, viniendo de desconocidas profundidades, un meteoro brillantísimo que desciende, cual bola de fuego de un resplandor inimaginable, seguido de una brillante estela, que tal vez no es más que la huella de su fulgor en nuestra retina. Desciende velocísima hacia la tierra, derramando una luz tan intensa, que pese a su belleza infunde temor. La rosada luz de la aurora desaparece
al contacto de  blanquísima incandescencia.
Los guardias levantan espantados sus cabezas, porque junto con la luz llega un retumbo armónico, majestuoso que llena todo lo creado. Viene de las profundidades paradisíacas.
Es el aleluya, la gloria angelical que sigue al Espíritu de Jesús, que vuelve a su cuerpo glorioso.
El meteoro da contra la inútil cerradura del sepulcro, lo destruye, lo echa por
tierra, esparce terror y fragor sobre los guardias, que habían sido puestos de carceleros  del Dueño del Universo, y al pegar contra la tierra provoca un nuevo terremoto como había sucedido cuando el Espíritu del Señor salió de la tierra. Entra en la oscuridad del sepulcro que se ilumina con esa luz indescriptible, y mientras permanece suspendida en el aire, inmóvil, el Espíritu vuelve a entrar en el cuerpo sin vida bajo las fúnebres bendas.
Todo esto no sucedió en un minuto, sino en fracción de minuto. El aparecer,
descender, penetrar y desaparecer la luz de Dios ha sido velocísimo...
El «quiero» del divino Espíritu a su frío cuerpo no recibe contestación. El «quiero» lo dice la Esencia a la materia muerta. Sin embargo no se oye ni una palabra.
La carne recibe la orden, obedece con un profundo respiro...No pasa más de un minuto.
Bajo el Sudario y la Sábana la carne gloriosa se transforma en una eterna belleza; despierta del sueño de la muerte, vuelve de la «nada» en que estaba. El corazón se despierta. Da el primer latido. Empuja en las venas la helada sangre que quedó e inmediatamente crea lo que necesitan las arterias vacías, lo que necesitan los pulmones inmóviles, el cerebro. Lleva calor, salud, fuerzas, pensamiento.
Un instante más, y un movimiento repentino se sucede bajo la Sábana, tan repentino que del instante en que El ciertamente mueve las manos cruzadas al momento en que aparece de pie, imponente, brillantísimo con su vestido de inmaterial materia, sobrenaturalmente hermoso y majestuoso, con esa solemnidad que lo cambia, lo eleva, siendo siempre el mismo, apenas si el ojo humano tiene tiempo de captar los cambios.
Y ahora lo admiro: tan diverso de lo que mi memoria me presenta, limpio, sin
heridas, ni sangre. Despide luz de sus cinco llagas y brota también de cada poro de su piel.
Cuando da el primer paso — y al moverse los rayos que brotan de manos y pies le forman como aureola de luz, desde la cabeza nimbada de una corona que le hicieron las heridas de las que no brota sangre sino resplandor, hasta la orla del vestido, cuando al abrir sus brazos que tiene cruzados sobre el pecho, descubre una luminosidad vivísima que se trasluce por el vestido encendiéndole a la altura del corazón — entonces realmente es la «Luz» que ha tomado cuerpo. No se trata de la pobre luz terrena, ni de la de los astros, ni de la del sol, sino de la de Dios. Todo el brillo paradisíaco se junta en un solo Ser y le da su azul inimaginable por pupilas, su fuego de oro por cabellos, su candidez angelical por vestiduras y colorido, y lo que no puede describir la palabra humana, el inmenso ardor de la Santísima Trinidad, que anula con su potencia abrasadora cualquier fuego del paraíso, absorbiéndolo en Sí para engendrarlo de nuevo
en cada instante del tiempo eterno, Corazón del cielo que atrae y difunde su sangre, las incontables gotas de su sangre incorpórea: los bienaventurados, los ángeles, todo cuanto es el paraíso: el amor de Dios, el amor a El. Lo que forma al Jesús resucitado todo es luz.
Cuando se dirige hacia la salida, mis ojos ven además de su resplandor, dos
luminosidades hermosísimas, cual estrellas con respecto al sol. Las veo a cada una a un lado del umbral, postradas en adoración ante su Dios que pasa envuelto en su luz, derramando dicha en su sonrisa. Sale. Deja su fúnebre gruta. Vuelve a pisar la tierra que se despierta de alegría y se adorna con el brillo del rocío, con los colores de las hierbas, de los rosales, con las innumerables corolas de los manzanos que se abren milagrosamente al primer beso que les da el sol. La tierra saluda adorando al Sol eterno que por ella pasa.
Los guardias están allí, medio muertos... Los ojos mortales no ven a Dios, pero sí los puros del universo. Ven y admiran las flores, las hierbas, los pajaritos al Poderoso que pasa en un nimbo de Luz que es suya, en un nimbo de luz solar.
Su sonrisa, su mirada que se posa sobre las flores, sobre las ramitas, que se levanta al cielo, todo lo reviste de su belleza. Más suaves y transparentes que el del más bello rosal son los pétalos que forman una corona sobre la cabeza del vencedor. El rocío le brinda sus diamantes. En el cielo sus ojos resplandecientes se reflejan.
 El sol alegre pinta con sus colores una nubecilla de una ligera brisa para que venga a besar a su Rey, trayéndole los perfumes de los jardines que extrajo y las caricias de los delicados pétalos.
Jesús levanta su mano. Bendice. Los pajarillos se desgranan en trinos. El viento en perfumes. Jesús desaparece de mi vista, pero me deja sumergida en una alegría que me borra aun el más leve recuerdo de tristezas, sufrimientos y titubeos del día de mañana...

JESÚS SE APARECE A SU MADRE
La Virgen está postrada con el rostro en tierra. Parece un ser abatido, como la flor muerta de sed de que ha hablado.
La cerrada ventana se abre bruscamente, y con el primer rayo del sol entra Jesús.
María, que se estremeció al ruido y levanta su cabeza para ver qué clase de viento hubiera abierto las hojas de la ventana, mira a su radiante Hijo: hermoso, infinitamente más hermoso de lo que era antes de su pasión, sonriente, vivo, luminoso más que el sol, de un vestido blanco que parece tejido con la luz, y que se acerca a Ella.
María se endereza sobre sus rodillas y juntando sus manos sobre el pecho, en cruz, habla con un sollozo que es risa y llanto: «Señor, Dios mío.» Y se queda extasiada al contemplarlo. Las lágrimas que bañaban su rostro se detienen. Su rostro se hace sereno, tranquilo con la sonrisa y el éxtasis.
Jesús no quiere ver a su Madre de rodillas como a una esclava. Tendiéndole las
manos de cuyas llagas salen rayos que hacen más luminoso su cuerpo, le dice: «
¡Madre!» No es la palabra desconsolada de las conversaciones y de los adioses anteriores a la pasión, ni el lamento desgarrador de su encuentro en el Calvario y en su último suspiro.
Es un grito de triunfo, de alegría, de victoria, de fiesta, de amor, de gratitud. Se inclina sobre su Madre que no se atreve a tocarlo, le pasa las manos por los codos doblados, la pone de pie, la estrecha contra su corazón y la besa.
¡Oh!, entonces María comprende que no es una visión, que es realmente su Hijo
resucitado, que es su Jesús, su Hijo quien la sigue amando como a tal. Y con un grito se le echa al cuello, lo abraza, lo besa, entre lágrimas y sonrisas. Lo besa en la frente donde no hay más heridas; en la cabeza que no está despeinada, ni ensangrentada; en los brillantes ojos, en las mejillas sanas, en la boca que está hinchada. Luego le toma las manos, besa el dorso y la palma. Se arrodilla, besa sus pies al levantar la resplandeciente vestidura. Luego se pone de pie, lo mira, pero no se atreve a hacer más.
Entonces El sonría y comprende. Entreabre su vestido, muestra el pecho y pregunta: « ¿Madre, no besas ésta, que tanto te hizo sufrir y que eres la única digna de besar? Bésame en el corazón, Madre. Tu beso me borrará el último recuerdo de todo lo que fue dolor y me dará la alegría que falta aun a mi júbilo de resucitado.» Toma entre sus manos el rostro de la Virgen, le apoya sus los labios en la herida del costado de que manan ríos de vivísima luz.
El rostro de María se nimba con esa luz, pues está envuelto en sus rayos. Besa una y otra vez la herida, mientras Jesús la acaricia. No se cansa de besar. Parece un sediento que bebe de un manantial, y que bebe con las linfas la vida, que iba perdiendo.

Jesús habla.
«Ha terminado todo, Madre. Ahora no tienes más por qué llorar a tu Hijo. La prueba ha acabado. La redención se ha realizado. Madre, gracias por haberme concebido, alimentado, ayudado en la vida y en la muerte.
Tus plegarias llegaron hasta Mí. Fueron mi fuerza en el dolor, mis compañeros en mi viaje por la tierra y más allá. Conmigo fueron a la cruz y al limbo. Fueron el incienso que precedían al Pontífice que fue a llamar a sus siervos para llevarlos al templo que no muere: a mi cielo. Fueron conmigo al paraíso, adelantándose cual voz angelical el cortejo de los redimidos a cuya cabeza iba para que los ángeles estuviesen prontos a saludarme corno al Vencedor, que regresaba a su reino. El Padre y el Espíritu vieron, oyeron tus plegarias, que tuvieron la sonrisa de la flor más bella, que fueron más melodiosas que el más dulce cántico que en el paraíso hubiera brotado. Los patriarcas, los nuevos santos, los primeros ciudadanos de mi Jerusalén las oyeron, y te traigo ahora
su agradecimiento. Madre, al mismo tiempo que el beso y bendición de nuestros
parientes, te traigo los de tu esposo de alma, José.
Todo el cielo canta sus hosannas a ti, Madre mía, ¡Madre santa! Un hosanna que no muere, que no es falaz como el que hace pocos días me brindaron.
Ahora me voy al Padre con mi vestido humano. El Paraíso debe ver al Vencedor en su vestido de Hombre con el que vencí el pecado del hombre. Pero luego volveré otra vez.
Debo confirmar en la fe a quien aun no cree y que tiene necesidad de creer para llevar a otros; debo fortificar a los pusilánimes que tendrán necesidad de mucha fortaleza para
resistir el ataque del mundo.
Luego subiré al cielo. Pero no te dejaré sola. Madre, ¿ves ese velo? En mi
aniquilamiento, quise mostrarte una vez mi poder con un milagro, para que te consolase.
Ahora realizo otro. Me tendrás en el Sacramento, real como cuando me llevabas
en tu seno. No estarás jamás sola. En estos días lo has estado.
Este dolor tuyo era necesario a mi redención. Mucho se le irá añadiendo porque seguirá aumentando el pecado. Llamaré a todos mis siervos para que comparticipen de esta redención. Tú eres la que sola harás más que todos los santos juntos. Por esto era necesario también este abandono. Ahora no más.
No estoy más separado del Padre. Tú no lo estarás más de tu Hijo. Y al tener al Hijo, tienes a nuestra Trinidad. Cielo viviente, llevarás sobre la tierra a la Trinidad entre los hombres; santificarás la Iglesia, tú, Reina del sacerdocio y Madre de los que creerán en Mí. Luego vendré a llevarte. No estaré ya más en ti, sino tu en Mí, en mi reino, para que hagas más bello mi Paraíso.

Ahora me voy, Madre. Voy a hacer feliz, a la otra María. Luego subiré a donde mi Padre,y de ahí vendré a ver a quien  no cree.
Madre, dame tu beso por bendición. Mi paz te acompañe. Hasta pronto.»
Jesús desaparece en el sol que baja a torrentes del cielo matinal y tranquilo.

 (Escrito el 1° de abril de 1945), por la vidente María Valtorta dictado por nuestro Señor Jesucristo.

ESPECIALMENTE A LOS CRISTIANOS

Dice Jesús:
«Quien cierra el corazón a la misericordia cierra el corazón a Dios. Porque Dios está en
vuestros hermanos y quien no es misericordioso hacia los hermanos no es misericordioso
hacia Dios.
No se puede separar a Dios de sus hijos, y pensad bien que vosotros que vivís sois todos
hijos del Eterno que os ha creado. También aquellos que en apariencia no lo son, porque
viven fuera de mi Iglesia, lo son. No creáis que os es lícito ser duros, egoístas, porque uno no
es de los vuestros. El origen es uno: el Padre. Sois hermanos aunque no viváis bajo el
mismo techo paterno. ¿Y cómo no pensáis en actuar para atraer a los alejados, a los
perdidos, a los infelices, que por diversos motivos están fuera de mi morada?
Dios no es exclusivo de los católicos, y mucho yerran aquellos católicos que no se afanan
por los no católicos. No trabajan por el interés del Padre, son sólo parásitos que viven del
Padre sin darle ayuda filial. Dios no tiene necesidad de ayuda porque es potentísimo. Pero
de todos modos la quiere de vosotros.
Dios circula como sangre vital en las venas de todo el cuerpo del Universo. De este gran
cuerpo creado por Él, la Catolicidad es el centro. ¿Pero cómo podrían los miembros más
lejanos ser vivificados por Dios si el centro se encerrase en sí mismo con su Tesoro y exclu-
yese a los miembros del beneficio?
Dios está también donde distinta fe o distinto espíritu hace pensar que no esté. Y en
verdad os digo que no es lo que aparece lo que es verdadero. Muchos católicos están
desprovistos de Dios más de cuanto lo esté un salvaje. Porque muchos católicos tienen de
hijos de Dios sólo el nombre, peor: escarnecen y hacen escarnecer este nombre con las
obras de una vida hipócrita, cuyas manifestaciones son la antítesis de los dictámenes de mi
Ley, cuando no llegan a la abierta rebelión que les hace enemigos de Dios. Mientras que en
la fe de un no católico, equivocada en la esencia pero corroborada por una vida recta, está
más el signo del Padre. Éstas son sólo criaturas que tienen necesidad de conocer la Verdad.
Los hijos falsos, en cambio, son criaturas que deben conocer, además de la Verdad, el Res-
peto y el Amor hacia Dios.
Las almas que quieren ser mías deben tener misericordia de estas otras pobres almas.
Pero las almas víctima deben inmolarse, también, por ellas. ¿Hice Yo de otra forma? ¿No me
inmolé por todos? Si es misericordia dar de comer, vestir, dar de beber, enterrar, instruir,
consolar, ¿qué no será obtener, a precio del propio sacrificio, la Vida verdadera para los
hermanos?
¡Si el mundo fuera misericordioso!... El mundo poseería a Dios, y lo que os tortura caería
como hoja muerta. Pero el mundo, y en el mundo especialmente los cristianos, han sustituido
el Amor por el Odio, la Verdad por la Hipocresía, la Luz por las Tinieblas, Dios por Satanás.
Y Satanás, allí donde Yo sembré Misericordia y la hice crecer con mi Sangre, esparce sus
abrojos y los hace prosperar con su soplo de infierno. Vendrá su hora de derrota. Pero por
ahora viene él porque vosotros le ayudáis.
Pero bienaventurados los que saben permanecer en la Verdad y trabajar por la Verdad. Su
misericordia tendrá el premio en el Cielo» .