Cuando le arrancaron la ropa, todos esperaban en absoluto
silencio que Aquel Hombre se rebelara o que pidiera perdón,
misericordia ante sus adversarios. Unos esperan eso, que Él se
rebele o suplique el perdón para aquella sentencia. Otros esperan
que, como Hijo de Dios que dice ser, le suplique a Su Padre que
haga llover fuego del Cielo, para castigar a quienes lo maltrataron
tanto. Parece haberse detenido el tiempo para ellos, sin embargo
Este Hombre apenas mueve los labios: silenciosamente, reza...
Pero hay cuatro personas que esperan otra cosa: Juan, María
Magdalena, María de Cleofás y la Virgen María. Y me parece que
Jesús también espera algo distinto... También Él...
Esperan ver a aquellas personas que fueron sanadas por esas
Manos que ahora están siendo traspasadas. ¿Dónde están
aquellos que escucharon Sus enseñanzas en el Monte de las
Bienaventuranzas? ¿Dónde, aquellos que recibieron el perdón de
Sus labios? ¿Dónde están los hombres que convivieron con Él
por casi tres años?... ¿Dónde están los que Él había resucitado en
el cuerpo y en el alma?
Lo que veo me lastima y sé que estoy lagrimeando. Entonces
escuché la voz de Jesús, que habló y me dijo que no había
pensado únicamente en ellos, sino en toda la humanidad; en todos
nosotros, los de ayer y de hoy, aquellos que, a pesar de haberlo
conocido y recibido tantos beneficios de Él, un día habrían de darle
la espalda: unos por cobardía, por temor a la persecución, otros
por miedo a las burlas por aceptarse Cristianos, otros por
comodidad, otros porque creen que todo lo merecen y su egoísmo
no los lleva sino a pensar en sí mismos. La mayoría, por
indiferencia, por tibieza o por incredulidad y falta de fe.
Entonces me repitió las Palabras del Evangelio: “...y no tengas
miedo, pues no hay nada oculto que no llegue a descubrirse. Lo que
te digo de noche, dilo a la luz del día y lo que te digo al oído,
predícalo desde las azoteas...”
Por eso estoy aquí escribiendo, ayudada por Él, para que no estés
entre aquellos a quienes Jesús se refiere con tanto dolor.
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Habían terminado los soldados de colocar a Jesús sobre la Cruz.
Hasta unos minutos antes, sólo se había escuchado el golpe de los
clavos, primero amortizado por Su Carne virginal y luego secos,
contra el madero. Él no contestaba, Él perdonaba, Él rezaba y el
silencio crecía en las gargantas esperando las primeras palabras o
los alaridos del crucificado.
Cuando levantaron la Cruz en alto, el llanto de las mujeres rompió
el silencio y entonces comenzó nuevamente el horror: los gritos, los
insultos, las burlas, los escupitajos, ¡El desafío a Dios, en ese
preciso instante en el que se enfrentan el odio y el Amor, la
soberbia y la Humildad, lo diabólico y lo Divino, la rebelión y la
Obediencia a la Voluntad de Dios!
Jesús me miró, y fue como si Sus ojos claros me levantaran, me
despertaran de mis despojos para sentir que me perdía en la
profundidad de aquel dolor... Comenzó a hablarme nuevamente,
Sus Palabras hacían eco en mi corazón, como si de pronto se
hiciera un enorme agujero. Tristemente dijo:
“Fui sometido a un juicio en el que no tenían de qué acusarme,
puesto que nada malo había hecho. Jamás hubo en Mi boca una
mentira, y aún los falsos testigos que fueron convocados ante ese
juicio infame, para hablar en contra de Mí, carecían de toda
coherencia en sus testimonios. Mi único pecado y la causa de Mi
condena a muerte fue el afirmar algo que no podía haber negado
ante nadie, que era el Hijo de Dios.”
Calló y yo sentía que estaba quebrada ante aquel tormento moral y
físico. ¡Cuántas cosas pasaban por mi mente en segundos!
¡Cuántos sentimientos que tal vez nunca podré explicar!
Poco después Su voz, con un tono varonil y calmo, con Palabras
entrecortadas, despertó mi tiempo y escuché lo que tal vez nadie
de los que allí estaban esperaba oír de labios de este condenado a
muerte:
“Padre, perdónalos, porque no saben lo que
hacen...”
Todos quedaron mudos ante estas Palabras,
muchos de ellos estremecidos por el impacto,
acababan de reconocer ante Quién se
encontraban.
¡Qué injusta ironía! Su sentencia fue por
proclamarse Hijo de Dios. Porque osó llamar a
Dios “Padre”, “Abba”, o amado Papá, “Papito”,
como muchos diríamos hoy. Por eso lo han
sentenciado... Y sin embargo está pidiendo a
Su Padre, que tenga Misericordia para Sus
verdugos.
Está pidiendo que ese grave pecado no les sea
tenido en cuenta por Su Padre Dios. Y con este
acto está dejando el mejor ejemplo de todo lo que transmitió en
Sus años de predicación: Esta dando testimonio vivo, en los
hechos, de lo que nos enseñó: Amar y pedir por los enemigos, por
los que nos hacen daño.
Las Palabras que un día se oyeron de Sus labios en el Monte de
las Bienaventuranzas, las estaba convirtiendo en hechos ahora, en
el Monte llamado “Gólgota” o “de la Calavera...”
¡Cuánto había gozado satanás con la Pasión del Hijo de Dios! Sin
embargo, si antes lo había hecho reír el dolor de Jesús, ahora con
estas Palabras aullaba de ira, corriendo a meterse en aquellos
monstruos que torturaban al Hijo del Hombre, a Aquel Hombre, por
Quien “el ángel malo” o “diablo” fue echado del Cielo.
De este modo quería conseguir que la crueldad de los verdugos
aumentase contra Jesús, al punto de desafiarlo y tentarlo a que se
bajara de la Cruz. Ese hubiera sido el triunfo del demonio: que
Jesús aceptara el desafío y con ello cayera en la tentación de la
desobediencia y la soberbia.
El enemigo de las almas se retuerce de rabia porque se ha
cumplido la sentencia: el Hijo de la Mujer del Génesis, estaba
pisando su cabeza contra el suelo al ganarnos la entrada al
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Cielo y no con espadas ni armas; no con tanques ni aviones
de guerra, como se ganan las batallas en la tierra para
justificar nuestras miserias, sino con un Hombre destrozado
en esa Cruz...
Ese Hombre que, así como perdonó a Pedro, a la mujer
adúltera, a la Magdalena y a tantos otros... de la misma manera
pide perdón humildemente al Padre, para enseñarnos que la
dulzura y el amor pueden más que la soberbia, que las
humillaciones a los demás, que el látigo, la postura autosuficiente y
la prepotencia.
Para enseñarnos que al noble, al sabio y al Santo se los reconoce
por su sencillez y humildad y no por sus gritos o posesiones
terrenas; por su calidad al aceptar el sufrimiento y no por hacer
sufrir a los demás.
No, no hay Misericordia para Él. Pero Él sí pide Misericordia para
ellos, para todos nosotros los hombres y mujeres, desde Adán y
Eva hasta el último hombre que nacerá antes del fin del mundo.
Sabe que de este profundo dolor nacerá una Iglesia; ese es el
grande y sabroso fruto -consecuencia feliz de la mezcla de agua y
sangre que luego manará del Costado abierto- fruto de Amor de
quien está dejando dos mandamientos en los que se resumen los
diez dados por Su Padre también en otro monte: en el Sinaí a
Moisés.
Si tú cumples esos dos mandamientos, se derramará sobre ti todo
un río de Misericordia y serás salvado. Hay una sola condición
para ganar esa Misericordia: “AMAR A DIOS POR SOBRE TODAS
LAS COSAS Y AMAR A TU PROJIMO COMO A TI MISMO”. Él no
Ha venido a abolir las leyes de los Profetas, sino a dar
cumplimiento de ellas. Toda Su vida no ha sido otra cosa que dar
cumplimiento a las profecías que sobre Él se dijeron en tiempos
anteriores. Desde Su concepción en el vientre puro de una
doncella...
A los seres humanos nos ha costado tanto aceptar diez reglas a
cambio de tanto Amor, de tantas bendiciones, del don de la vida,
de la libertad de elección... que Dios mismo Ha decidido
encarnarse en un vientre humano para demostrarnos que sí se
pueden cumplir esos mandamientos.
Pero como nuestra miseria y egoísmo son tan grandes, Ha dado un
paso más a favor nuestro, Ha decidido simplificarnos las cosas:
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nos dice “Reconoce que tienes un solo Padre al que debes amar por
sobre todas tus comodidades, por sobre todos tus seres queridos, por
sobre todo el poder, el honor y el placer que te pueda ofrecer el
mundo, y trata a los demás como si fueras tú mismo.”
“Ámalos con el mismo amor con que te amas, no menos. Respeta a
los hombres y mujeres con el respeto y consideración que exiges de
los demás. Sé capaz de dar todo lo que pides para ti y no hagas con
los otros lo que no quisieras que hagan contigo...” Así de simple, así
de sencillo, para que aún los niños y los que no son letrados, lo
puedan comprender.
Yo sé que a este punto de tu lectura, hermano, sabrás que esto no
va a ser fácil, no es empresa pequeña el despojarse de todo en
favor de los otros: ¡Es heroísmo! De eso se trata precisamente la
búsqueda de la santidad, y todo bautizado debe buscar el ser
santo.
Si has tenido el valor de aceptarlo, no permitas que nada se
interponga en tu camino. Vas a encontrarte con momentos en los
cuales muchas circunstancias y demasiadas personas –queridas y
no queridas, conocidas y desconocidas; de tu mismo credo y de
otras religiones, de tu misma Patria y de otros pueblos- intentarán
detenerte. Este es el momento en el que la virtud de la
perseverancia es tan necesaria.
¿Cómo lo harás...? Tienes la certeza de que Jesús te ha dejado
una Iglesia, para que te guíe cuando no sepas por dónde ir, te
levante cuando estés caído, te perdone en Su Nombre; te acoja
cuando busques albergue para tu alma, te forme con Su Palabra y
te nutra con Su Cuerpo y con Su Sangre... Para que puedas
convertirte en una prolongación Suya, en una diáfana
manifestación de Su Presencia viva, para que irradies esa claridad
y resplandor que es sello de quien es Testigo, de quien ha recibido
los destellos de Su Luz y de Su Amor.
No pueden salvarnos nuestros méritos, porque no los tenemos
ante la inmensidad de la Omnipotencia Divina. No vamos a
salvarnos porque fuimos buenos padres, hermanos, hijos o amigos.
Esa es nuestra obligación. Seremos salvados porque Jesús Fue,
Es y Será el Amor y está a la espera de que así lo aceptemos.
Este Amor, con Sus infinitos méritos Ha ganado el perdón para
nosotros, lo Ha pedido a Su Padre desde la Cruz.
Muchas veces es tan grande el reproche de nuestra conciencia por
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un pecado cometido, o por toda una vida de pecados, que no
pensamos que Dios pueda perdonarnos, que ya nos ganó el
perdón, clavado en la Cruz del Amor...
Jesús dijo que cuando pidamos el perdón de nuestros pecados
durante la oración del Padrenuestro, recordemos que Él fue capaz
de pedir el perdón para nosotros porque jamás sintió rencor contra
nadie...
Sólo un alma sencilla y humilde es capaz de pedir perdón por las
ofensas de los enemigos. Eso requiere de mucho valor y entrega,
que es la fórmula para despojarse de los bajos instintos que
buscan lo ordinario: la venganza, el hundir a los otros para tratar de
sobresalir o al menos salir a flote uno mismo...
¡Ah, pero eso sí! Absolutamente todos, estamos obligados a
perdonar las ofensas que nos hacen, en la medida en que
queremos que Dios nos perdone.
Si decimos que “perdonamos pero que no olvidamos”, estamos
pidiendo al Padre que haga lo mismo con nosotros. Si, por el
contrario, de corazón perdonamos las ofensas que nos hacen y al
rezar pedimos que Dios nos perdone, así como lo hacemos,
entonces sí estamos en condiciones de suplicar que, al haber
actuado con Misericordia, Dios nos otorgue Su Misericordia.
Jesús dijo después: “En Mi Corazón atormentado por el sufrimiento,
hubo un sentimiento de piedad por otro ser que sufría cerca Mío: el
hombre que estaba crucificado a Mi derecha, Dimas, llamado ‘el Buen
Ladrón’. Me contemplaba con piedad, él que estaba también
sufriendo.”
“Con una mirada aumenté el amor en ese corazón, pecador, sí, pero
capaz de sentir piedad por otro hombre. Ese malhechor, ese bandido
que pendía de una cruz fue otra Magdalena, otro Mateo, otro
Zaqueo... otro pecador que Me reconocía como al Hijo de Dios... y por
eso quise que Me acompañara en el Paraíso aquella misma tarde,
para estar Conmigo cuando Yo abriera las puertas del Cielo para dar
entrada a los justos.”
“Esa era Mi Misión y esa es la misión de ustedes: abrir las puertas del
Cielo para los pecadores, para los arrepentidos; para los hombres y
mujeres que son capaces de pedir perdón, de poner su esperanza en
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la existencia de la vida eterna y colocarla junto a Mi Cruz...”
“Dimas, el Buen Ladrón a Mi derecha y Gestas, ‘el Mal Ladrón’ a la
izquierda. El de la izquierda lleno de odio, el de la derecha, cambiado
en un instante, al escucharme decir aquellas Palabras: “Padre,
perdónalos, porque no saben lo que hacen”.
“Ese hombre, ante Mi Presencia serena, sufriente sí, pero no
desesperada -la Presencia del portador de la Paz- sintió
quebrarse muchas cosas dentro de él. Ya no quedaba lugar para el
odio, no había lugar para el pecado, para la violencia, para la
amargura.”
“Sólo un corazón bueno es capaz de reconocer lo que viene del Cielo
y Dimas lo estaba reconociendo ante sí. Yo pedía perdón para
quienes Me estaban crucificando, estaba clamando Misericordia para
los pecadores como él y su pequeña alma se abrió para aceptar esa
Misericordia.”
“Por eso, cuando oye decir a Gestas, el Mal Ladrón burlándose de Mí,
que si Yo era el Hijo de Dios Me salvara y los salvara también a ellos,
Dimas siente temor de Dios, sabe que la vida de ellos ha sido
miserable, tan sucia que tal vez merecían un sufrimiento mayor del
que estaban pasando.”
“Ese temor, ese reconocimiento de la Luz que brillaba frente a él, lo
hace contestar: “¿Es que no temes a Dios, tú que sufres la misma
condena? Y nosotros con razón, porque nos lo hemos merecido con
nuestros hechos; en cambio éste, nada malo ha hecho.”
En este punto, el Señor me permitió presenciar la mirada que Él
cruzó con el Buen Ladrón. Una mirada de gratitud, una mirada de
perdón, la mirada de un padre que se siente complacido con la
respuesta de su hijo.
Hay una nueva escena ante mis ojos, y comprendo que Jesús me
permite ver lo que estaba recordando, lo que había sucedido no
mucho tiempo atrás, cuando Él comenzó a convivir con Sus
discípulos... Veo a Jesús eligiendo a Sus seguidores. Uno a uno,
los mira, profundamente, amorosa pero firmemente, con mansa
autoridad, aquella autoridad que no es prepotencia, sino el fruto de
una convicción ante la que nadie puede negarse, y los invita a
seguirlo.
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De aquellos días, dijo Jesús: “Quise que fuesen Mis discípulos, Mis
hermanos, Mis amigos. Es uno mismo quien elige a sus amigos y Yo
elegí a los Míos... ¡En cuántas oportunidades tuve que poner paz
entre ellos para enseñarles el valor de la amistad! Aún hoy trato de
enseñarles a los hombres el sentido comunitario y agápico de esta
relación: amistad Conmigo y con los demás.”
“Los amaba, no sólo como Dios, sino también como Hombre. Podía
conversar con ellos, podía jugar con ellos, y de hecho, lo hice...
Cuando bajábamos a bañarnos en el río, jugábamos echándonos
agua, como niños. Tirábamos piedras, como en un concurso y
festejábamos con aplausos y risas las piedrecillas que más
velozmente y más lejos saltaban.”
“Trepábamos a los árboles, como lo hace cualquier joven. Hacíamos
carreras, subíamos a los montes para orar o para comer nuestra
pequeña merienda. Compartíamos anécdotas y risas, como todos los
hombres lo hacen cuando viven en comunidad, pero siempre
concluíamos esos encuentros con una oración de gratitud al Padre,
por permitirnos vivir aquellos momentos.”
“Tampoco fueron pocos los días en que no teníamos tiempo ni
siquiera para comer, pero siempre procuré hacer las tareas de ellos
para que apreciaran el ejemplo. Mi alimento era hacer la Voluntad
de Mi Padre, ese era Mi objetivo, Mi descanso, Mi felicidad...”
“Podía instruirlos y escuchar sus inquietudes, sus secretos, y aunque
veía en el fondo de ellos, Me sentía feliz de que quisieran hacerme
partícipe de su intimidad. A Mi vez, les di tanto amor, paciencia,
instrucción, abrazos... Todo lo que puede darse a un amigo... Pero, no
era suficiente, debía dar la vida por ellos y no dudé en hacerlo.”
“Por eso estoy clavado agonizando en esta Cruz, por ellos, por todos
ustedes...”
¡Dios mío, cuánto dolor y cuánto Amor!
Vi resbalar dos lágrimas de los grandes ojos de Jesús y hubiera
dado la vida por secarlas con mis labios. ¡Tan dolorosas y llenas
de Amor!
Entonces comprendí que nadie merece las
consideraciones de Jesús. No las merecieron Sus discípulos y
amigos entonces, no las merecemos nosotros hoy.
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