«Quise observar las etapas de mi edad»
(Jesús le hace ver a Maria Valtorta cuando El era jovencito con José y María en la carpintería de José)
4 Dice Jesús:
«Te he confortado, alma mía, con una visión de mi niñez, feliz dentro de su pobreza
por haber estado rodeada del afecto de dos santos mayores, de los cuales el mundo no
tiene ninguno.
5 Se dice que José fue el padre nutricio mío. ¡Cierto es que, si bien no pudo, como
hombre, darme la leche con que me nutrió María, sí se quebrantó a sí mismo trabajando
para darme pan y confortación, y tuvo una dulzura de sentimientos de verdadera
madre! De él aprendí –y jamás alumno alguno tuvo un maestro mejor– todo aquello que
hace del niño un hombre; un hombre, además, que ha de ganarse el pan.
Si bien mi inteligencia de Hijo de Dios era perfecta, hay que reflexionar y creer que
Yo no quise saltarme sin más la regla de la edad. Por eso, humillando mi perfección
intelectiva de Dios hasta el nivel de una perfección intelectiva humana, me sujeté a
tener como maestro a un hombre, a tener necesidad de un maestro. Y el hecho de haber
aprendido con rapidez y buena voluntad no me quita el mérito de haberme sujetado186 a
un hombre, como tampoco le quita a este hombre justo el de haber sido él quien nutrió
mi pequeña mente con las nociones necesarias para la vida.
Esas gratas horas pasadas al lado de José (quien, como a través de un juego, me puso
en condiciones de ser capaz de trabajar), esas horas, no las olvido ni siquiera ahora que
estoy en el Cielo. Y cuando miro a mi padre putativo, veo nuevamente el huertecito y el
humoso taller, y me parece ver a mi Madre asomándose con esa sonrisa suya que hacía
de oro el lugar y dichosos a nosotros.
6 ¡Cuánto deberían las familias aprender de estos esposos perfectos, que se amaron
como ningunos otros lo hicieran!
José era la cabeza. Clara e indiscutible era su autoridad familiar; ante ella se plegaba
reverente la de la Esposa y Madre de Dios; a ella se sujetaba el Hijo de Dios. Todo lo que
José decidía, bien hecho estaba; sin discusiones, sin obstinaciones, sin resistencia alguna.
Su palabra era nuestra pequeña ley. ¡Y, a pesar de ello, cuánta humildad tuvo! Jamás
abusó de su poder, jamás dictaminó cosa alguna contra todo canon, simplemente por ser
el jefe. La Esposa era su dulce consejera, y aunque Ella, en su profunda humildad, se
considerase la sierva de su consorte, éste extraía, de su sabiduría de Llena de Gracia, la
luz para conducirse en todo lo que acaecía.
Y Yo así fui creciendo, cual flor protegida por dos vigorosos árboles, entre estos dos
amores que se entrelazaban por encima de mí para protegerme y amarme.
No. Mientras la edad me hizo ignorar el mundo, Yo no sentí nostalgia del Paraíso.
Presentes estaban Dios Padre y el Divino Espíritu, pues María estaba llena de Ellos. Y
los ángeles allí moraban, porque nada les hacía alejarse de esa casa. Y hasta podría decir
que uno de ellos se había revestido de carne y era José, alma angélica liberada del peso
de la carne, dedicada sólo a servir a Dios y a su causa y a amarle como le aman los
serafines. ¡Oh, la mirada de José!: pacífica y pura como la de una estrella ajena a toda
concupiscencia terrena. Era nuestro descanso y nuestra fuerza.
7 Hay muchos que piensan que Yo no sufrí humanamente cuando la muerte apagó
esa mirada de santo, esa mirada celadora presente en nuestra casa. Si bien, siendo Dios
–y, como tal, conociendo la feliz ventura de José– no me apenó su partida (que tras
breve estancia en el Limbo le había de abrir el Cielo), como Hombre sí lloré en esa casa
privada de su amorosa presencia. Lloré por el amigo desaparecido. ¿Y es que, acaso, no
debía haber llorado por este santo mío, en cuyo pecho, de pequeño, yo había dormido, y
del cual había recibido amor durante tantos años?
186 Para comprender esta idea cfr. Mc. 13, 32; Rom. 8, 3; Fil. 2, 7–8; Gal. 3, 13.
8 Finalmente pongo ante la consideración de los padres cómo sin contar con una
erudición pedagógica, José supo hacer de mí un hábil artesano. Apenas llegado Yo a la
edad que me permitía manejar las herramientas, no dejándome saborear la ociosidad,
me encaminó al trabajo, y se sirvió sobre todo de mi amor por María para estimularme a
trabajar: hacer aquellos objetos que le fueran útiles a Mamá. Y así se inculcaba el debido
respeto que todo hijo debería tener hacia su madre, y sobre este respetuoso y amoroso
fulcro apoyaba la formación del futuro carpintero.
¿Dónde están ahora las familias en que, a los pequeños se les haga amar el trabajo
como medio para realizar algo grato a los padres? Los hijos, actualmente, son los
déspotas de la casa. Se desarrollan indiferentes, duros, mezquinos para con sus padres, a
quienes consideran a su servicio, como si fueran sus esclavos; no los aman, y de ellos
reciben a su vez poco amor. En efecto, al mismo tiempo que hacéis de vuestros hijos
unos déspotas caprichosos, os separáis de ellos desentendiéndoos vergonzosamente.
Padres del siglo veinte, vuestros hijos son de todos menos vuestros: son de la nodriza,
de la institutriz, del colegio, si sois ricos; de los compañeros, de la calle, de las escuelas, si
sois pobres. No son vuestros. Vosotras, madres, los generáis, nada más; vosotros, padres,
hacéis lo mismo. Y, sin embargo, un hijo no es sólo carne; es mente, es corazón, es
espíritu. Creed, pues, que nadie tiene más deber y derecho que un padre y una madre de
formar esta mente, este corazón, este espíritu.
9 La familia existe, debe existir. No hay teoría o progreso alguno que pueda
válidamente demoler esta verdad sin provocar un desastre. Una institución familiar
desmoronada sólo puede dar futuros hombres y mujeres cada vez más depravados, causa
a su vez de calamidades crecientes. En verdad os digo que sería preferible que no os
casarais más, que no engendrarais más sobre esta tierra, en lugar de tener estas familias
menos unidas que un clan de monos, estas familias que no son escuela de virtud, de
trabajo, de amor, de religión, sino un caos en que todos viven autónomamente, como
engranajes desengranados que al final terminan por romperse.
Seguid, seguid destruyendo. Ya estáis viendo y sufriendo, los frutos de vuestra acción
quebrantadora de la forma más santa de la vida social. Seguid, seguid, si queréis. Pero
luego no os quejéis de que este mundo sea cada vez más infernal, morada de monstruos
devoradores de familias y naciones. ¿Así lo queréis? Pues sea así».