lunes, 11 de agosto de 2014

VOCES ACTUALES DE CARDENALES, OBISPOS Y SACERDOTES QUE ACLARAN Y ADVIERTEN

Tuesday, July 29, 2014

Cardenal Müller:

Prefecto de la Congregación para la Doctrina de la Fe

“Estas teorías son radicalmente erróneas”

El Prefecto de la Congregación para la Doctrina de la Fe, Card. Gerhard Müller, ha concedido una entrevista a Carlos Granados, director de la Biblioteca de Autores Cristianos (BAC), la cual ha publicado dicha entrevista con el título “La esperanza de la familia”. En la entrevista el Card. Müller refuta la propuesta del Card. Kasper en su ponencia del consistorio de Febrero de 2014, según la cual sería posible que los divorciados vueltos a casar civilmente reciban la Sagrada Comunión eucarística cumpliendo ciertas condiciones.

Esta es la refutación del Card. Müller tal como la publica Sandro Magister en Chiesa On Line, Jul-29-2014.
LA VERDADERA DIMENSIÓN DE LA MISERICORDIA DE DIOS
Entrevista con el cardenal Gerhard Ludwig Müller
P. – Últimamente, el problema de los divorciados vueltos a casar vuelve a ser centro de la opinión pública. Partiendo de una cierta interpretación de la Escritura, de la tradición patrística y de los textos del magisterio, se han sugerido soluciones que proponen innovaciones. ¿Podemos esperar un cambio doctrinal?

R. – Ni siquiera un concilio ecuménico puede cambiar la doctrina de la Iglesia porque su fundador, Jesucristo, ha confiado la custodia fiel de sus enseñanzas y de su doctrina a los apóstoles y a sus sucesores. En lo que concierne al matrimonio tenemos una doctrina elaborada y estructurada, basada en la palabra de Jesús, que hay que ofrecer en su integridad. La absoluta indisolubilidad de un matrimonio válido no es una mera doctrina, sino un dogma divino y definido por la Iglesia. Frente a la ruptura de hecho de un matrimonio válido, no es admisible otro "matrimonio" civil. De lo contrario, estaríamos frente a una contradicción porque si la precedente unión, el "primer" matrimonio o, mejor aún, el matrimonio, es realmente un matrimonio, otra unión sucesiva no es "matrimonio". Es sólo un juego de palabras hablar de primer y de segundo "matrimonio". El segundo matrimonio sólo es posible cuando el cónyuge legítimo ha muerto, o cuando el matrimonio ha sido declarado inválido, porque en estos casos el vínculo precedente se ha disuelto. En caso contrario, nos encontramos ante lo que se llama "impedimento de vínculo".

A este propósito, deseo resaltar que el entonces cardenal Joseph Ratzinger, prefecto de la congregación que ahora presido, con la aprobación del entonces Papa San Juan Pablo II, tuvo que intervenir expresamente para rechazar un hipótesis similar a la de su pregunta.

Esto no impide hablar del problema de la validez de muchos matrimonios en el actual contexto de secularización. Todos hemos participado en bodas en las que no se sabía bien si los contrayentes del matrimonio estaban realmente dispuestos a "hacer lo que hace la Iglesia" en el rito del matrimonio. Benedicto XVI ha pedido reiteradamente que se reflexione sobre el gran desafío representado por los bautizados no creyentes. En consecuencia, la congregación para la doctrina de la fe ha acogido la preocupación del Papa y un gran número de teólogos y otros colaboradores están trabajando para resolver el problema de la relación entre fe explícita y fe implícita.

¿Qué sucede cuando un matrimonio carece incluso de la fe implícita? Ciertamente, cuando ésta falta, aunque haya sido celebrado "libere et recte", el matrimonio podría resultar inválido. Ello induce a considerar que además de los criterios clásicos para declarar la invalidez del matrimonio, habría que reflexionar más sobre el caso en el que los cónyuges excluyen la sacramentalidad del matrimonio. Actualmente estamos aún en una fase de estudio, de reflexión serena pero tenaz sobre este punto. No considero oportuno anticipar conclusiones precipitadas, visto que todavía no hemos encontrado la solución, pero ello no es óbice para que señale que en nuestra congregación estamos dedicando muchas energías para dar una respuesta correcta al problema planteado por la fe implícita de los contrayentes.

P. – Por consiguiente, si el sujeto excluyese la sacramentalidad del matrimonio, como hacen quienes excluyen a los hijos en el momento de casarse, este hecho, ¿podría hacer hacer nulo el matrimonio contraído?

R. – La fe pertenece a la esencia del sacramento. Ciertamente, es necesario aclarar la cuestión jurídica planteada por la invalidez del sacramento a causa de una evidente falta de fe. Un célebre canonista, Eugenio Corecco, decía que el problema surge cuando es necesario concretar el grado de fe necesario para que pueda realizarse la sacramentalidad. La doctrina clásica había admitido una posición minimalista, exigiendo una simple intención implícita: "Hacer lo que hace la Iglesia". Corecco añadió que en el actual mundo globalizado, multicultural y secularizado, en el que la fe no es un dato que se pueda simplemente presuponer, es necesario exigir por parte de los contrayentes una fe más explícita si realmente queremos salvar el matrimonio cristiano.

Quiero repetir de nuevo que dicha cuestión está todavía en fase de estudio. Establecer un criterio válido y universal al respecto no es ciertamente una cuestión fútil. En primer lugar, porque las personas están en constante evolución, tanto por los conocimientos que poco a poco adquieren con el paso de los años, como por su vida de fe. ¡El aprendizaje y la fe no son datos estadísticos! A veces, en el momento de contraer matrimonio, una determinada persona no era creyente; pero es también posible que en su vida se haya dado un proceso de conversión, experimentando así una "sanatio ex posteriori" de lo que en aquel momento era un grave defecto de consentimiento.

En todo caso, deseo repetir que cuando nos encontramos en presencia de un matrimonio válido, de ningún modo es posible disolver ese vínculo: ni el Papa ni ningún otro obispo tienen autoridad para hacerlo, porque se trata de una realidad que pertenece a Dios, no a ellos.

P. – Se habla de la posibilidad de permitir a los cónyuges "rehacer su vida». Se ha dicho también que el amor entre cónyuges cristianos puede "morir". ¿Puede verdaderamente un cristiano emplear esta fórmula? ¿Es posible que muera el amor entre dos personas unidas por el sacramento del matrimonio?

R. – Estas teorías son radicalmente erróneas. No se puede declarar acabado un matrimonio con el pretexto de que el amor entre los cónyuges está "muerto". La indisolubilidad del matrimonio no depende de los sentimientos humanos, permanentes o transitorios. Esta propiedad del matrimonio ha sido querida por Dios mismo. El Señor se ha implicado en el matrimonio entre el hombre y la mujer, por lo que el vínculo existe y tiene su origen en Dios. Esta es la diferencia.

En su íntima realidad sobrenatural el matrimonio incluye tres bienes: el bien de la recíproca fidelidad personal y exclusiva (el "bonum fidei"); el bien de la acogida de los hijos y de su educación en el conocimiento de Dios (el "bonum prolis") y el bien de la indisolubilidad o indestructibilidad del vínculo, que tiene por fundamento permanente la unión indisoluble entre Cristo y la Iglesia, sacramentalmente representada por la pareja (el "bonum sacramenti"). Por lo tanto, si bien es posible para el cristiano suspender la comunión física de vida y de amor, la denominada "separación de mesa y lecho", no es lícito contraer un nuevo matrimonio mientras viva el primer cónyuge, porque el vínculo legítimamente contraído es perpetuo. El vínculo matrimonial indisoluble corresponde de algún modo al carácter ("res et sacramentum") impreso por el bautismo, por la confirmación, por el sacramento del orden.

P. – A este propósito se habla también mucho de la importancia de la "misericordia". ¿Se puede interpretar la misericordia como un "hacer excepciones" a la ley moral?

R. – Si abrimos el Evangelio, vemos que también Jesús, dialogando con los fariseos a propósito del divorcio, alude al binomio "divorcio" y "misericordia" (cfr. Mt 19, 3-12). Acusa a los fariseos de no ser misericordiosos, porque según su engañosa interpretación de la Ley habían concluido que Moisés habría concedido un supuesto permiso de repudiar a sus mujeres. Jesús les recuerda que la misericordia de Dios existe como remedio de nuestra debilidad humana. Dios nos da su gracia para que podamos serle fieles.

Esta es la verdadera dimensión de la misericordia de Dios. Dios perdona también un pecado tan grave como el adulterio; sin embargo, no permite otro matrimonio que pondría en duda un matrimonio sacramental ya existente, matrimonio que expresa la fidelidad de Dios. Hacer tal llamamiento a una presunta misericordia absoluta de Dios equivale a un juego de palabras que no ayuda a aclarar los términos del problema. En realidad, me parece que es un modo de no percibir la profundidad de la auténtica misericordia divina.

Asisto con un cierto asombro al empleo, por parte de algunos teólogos, del mismo razonamiento sobre la misericordia como pretexto para favorecer la admisión a los sacramentos de los divorciados vueltos a casar civilmente. La premisa de partida es que, desde el momento en que es Jesús mismo quien ha tomado partido por los que sufren, ofreciéndoles su amor misericordioso, la misericordia es la señal especial que caracteriza todo seguimiento auténtico. Esto es verdad en parte. Sin embargo, una referencia equivocada a la misericordia comporta el grave riesgo de banalizar la imagen de Dios, según la cual Dios no sería libre, sino que estaría obligado a perdonar. Dios no se cansa nunca de ofrecernos su misericordia: el problema es que somos nosotros quienes nos cansamos de pedirla, reconociendo con humildad nuestro pecado, como ha recordado con insistencia el Papa Francisco en el primer año y medio de su pontificado.

Los datos de la Escritura revelan que, junto a la misericordia, también la santidad y la justicia pertenecen al misterio de Dios. Si ocultásemos estos atributos divinos y se banalizara la realidad del pecado, no tendría ningún sentido implorar la misericordia de Dios para las personas. Por eso se entiende que Jesús, después de haber tratado a la mujer adúltera con gran misericordia, haya añadido como expresión de su amor: "Vete y no peques más" (Jn 8, 11). La misericordia de Dios no es una dispensa de los mandamientos de Dios y de las enseñanzas de la Iglesia. Es todo lo contrario: Dios, por infinita misericordia, nos concede la fuerza de la gracia para un cumplimiento pleno de sus mandamientos y de este modo restablecer en nosotros, tras la caída, su imagen perfecta de Padre del Cielo.

P. – Evidentemente aquí se plantea la relación entre el sacramento de la eucaristía y el sacramento del matrimonio. ¿Cómo se puede entender la relación entre ambos sacramentos?

R. – La comunión eucarística es expresión de una relación personal y comunitaria con Jesucristo. A diferencia de nuestros hermanos protestantes y en línea con la tradición de la Iglesia, para los católicos ésta expresa la unión perfecta entre la cristología y la eclesiología. Por consiguiente, no puedo tener una relación personal con Cristo y con su verdadero Cuerpo presente en el sacramento del altar y, al mismo tiempo, contradecir al mismo Cristo en su Cuerpo místico, presente en la Iglesia y en la comunión eclesial. Por lo tanto, podemos afirmar sin error que si alguien se encuentra en situación de pecado mortal no puede y no debe acercarse a la comunión.

Esto sucede siempre, no sólo en el caso de los divorciados vueltos a casar, sino en todos los casos en los que haya una ruptura objetiva con lo que Dios quiere para nosotros. Éste es por definición el vínculo que se establece entre los diversos sacramentos. Por ello, es necesario estar muy atentos frente a una concepción inmanentista del sacramento de la eucaristía, es decir, a una comprensión fundada sobre un individualismo extremo, que subordine a las propias necesidades o a los propios gustos la recepción de los sacramentos o la participación en la comunión eclesial.

Para algunos la clave del problema es el deseo de comulgar sacramentalmente, como si el simple deseo fuera un derecho. Para otros muchos, la comunión es sólo una manera de expresar la pertenencia a una comunidad. Ciertamente, el sacramento de la eucaristía no puede ser concebido de modo reductivo como expresión de un derecho o de una identidad comunitaria: ¡la eucaristía no puede ser un "social feeling"!

A menudo se sugiere dejar la decisión de acercarse a la comunión eucarística a la conciencia personal de los divorciados vueltos a casar. También este argumento expresa un dudoso concepto de "conciencia", que fue rechazado por la congregación para la fe en 1994. Antes de acercarse a recibir la comunión, los fieles saben que tienen que examinar su conciencia, lo que les obliga a formarla continuamente y, por lo tanto, a ser apasionados buscadores de la verdad.

En esta dinámica tan peculiar, la obediencia al magisterio de la Iglesia no es una carga, sino una ayuda para descubrir la tan anhelada verdad sobre el propio bien y el de los otros.

P. – Aquí surge el gran desafío de la relación entre doctrina y vida. Se ha dicho que, sin tocar la doctrina, ahora es necesario adaptarla a la "realidad pastoral". Esta adaptación supondría que la doctrina y la praxis pastoral podrían seguir, de hecho, caminos distintos.

R. – La separación entre vida y doctrina es propia del dualismo gnóstico. Como lo es separar justicia y misericordia, Dios y Cristo, Cristo Maestro y Cristo Pastor o separar a Cristo de la Iglesia. Hay un solo Cristo. Cristo es el garante de la unidad entre la Palabra de Dios, la doctrina y el testimonio con la propia vida. Todo cristiano sabe que sólo a través de la sana doctrina podemos conseguir la vida eterna.

Las teorías que usted ha planteado intentan describir la doctrina católica como una especie de museo de las teorías cristianas: una especie de reserva que interesaría sólo a ciertos especialistas. La vida, por su parte, no tendría nada que ver con Jesucristo tal como Él es y como nos lo muestra la Iglesia. El cristianismo que todos juzgan tan severo se estaría convirtiendo en una nueva religión civil, políticamente correcta, reducida a algunos valores tolerados por el resto de la sociedad. De este modo se alcanzaría el objetivo inconfesable de algunos: arrinconar la Palabra de Dios para poder dirigir ideológicamente a toda la sociedad.

Jesús no se encarnó para exponer algunas simples teorías que tranquilizaran la conciencia y dejaran, en el fondo, las cosas como están. El mensaje de Jesús es una vida nueva. Si alguien razonara y viviera separando la vida de la doctrina, no sólo deformaría la doctrina de la Iglesia transformándola en una especie de pseudofilosofía idealista, sino que se engañaría a sí mismo. Vivir como cristiano comporta vivir a partir de la fe en Dios. Adulterar este esquema significa realizar el temido compromiso entre Dios y el demonio.

P. – Para defender la posibilidad de que un cónyuge pueda "rehacer su vida" con un segundo matrimonio estando en vida aún el primer cónyuge, se ha recurrido a algunos testimonios de los Padres de la Iglesia que parecerían tender a una cierta condescendencia hacia estas nuevas uniones.

R. – Es cierto que en el conjunto de la patrística se pueden encontrar distintas interpretaciones o adaptaciones a la vida concreta; no obstante, no hay ningún testimonio de los Padres orientado a una aceptación pacífica de un segundo matrimonio cuando el primer cónyuge está aún en vida.

Ciertamente, en el Oriente cristiano ha tenido lugar una cierta confusión entre la legislación civil del emperador y las leyes de la Iglesia, lo que ha producido una práctica distinta que en determinados casos ha llegado a admitir el divorcio. Pero bajo la guía del Papa, la Iglesia católica ha desarrollado en el curso de los siglos otra tradición, recogida en el código de derecho canónico actual y en el resto de la normativa eclesiástica, claramente contraria a cualquier intento de secularizar el matrimonio. Lo mismo ha sucedido en varios ambientes cristianos de Oriente.

A veces he descubierto cómo se aíslan y descontextualizan algunas citas puntuales de los Padres para sostener así la posibilidad de un divorcio y de un segundo matrimonio. No creo que sea correcto, desde el punto de vista metodológico, aislar un texto, quitarlo del contexto, transformarlo en una cita aislada, desvincularlo del marco global de la tradición. Toda la tradición teológica y magisterial debe ser interpretada a la luz del Evangelio y en lo que atañe al matrimonio encontramos algunas palabras del propio Jesús absolutamente claras. No creo que sea posible una interpretación distinta de lo que ya ha sido señalada hasta ahora por la tradición y el magisterio de la Iglesia sin ser infieles a la Palabra revelada.

A.M.G.D   y la   B.V.M

EL PRAGMATISMO Y LA FALSA TEOLOGÍA




Reciente escrito de un Sacerdote misionero

Se nota en algunos miembros de la jerarquía de la Iglesia una corriente pragmatista, entendiendo por pragmatismo aquello que pone como criterio de verdad la eficacia y el valor que se estima traer de algo. El pragmatismo como tal fue un movimiento filosófico iniciado en los Estados Unidos hacia fines de 1800. Lo que se está viendo es justamente eso: no son los principios los que cuentan sino la eficacia en los resultados inmediatos y estos resultados, a su vez, están subordinados al sentir de la mayoría sobre cuestiones, en este caso, de moral e implícitamente de fe. Uno de los criterios que sostienen el pragmatismo es que no conviene ir contra la opinión de la mayor parte de la gente porque es una batalla inútil, sobre todo porque esa opinión es la mayor de las veces originada y siempre alentada por los grandes medios de comunicación. En lugar de ello, para llegar y conquistar la adhesión de los alejados de la Iglesia hay que dejar de lado los principios, no hablar –por ejemplo- de principios no negociables, y sí adaptar el lenguaje a lo que la gente quiere escuchar. Para lograrlo hay que valerse no de definiciones inequívocas e inapelables sino de expresiones ambiguas, de modo que la interpretación la dé el consumidor. De ese modo, siempre según esta corriente pragmatista, se evita el rechazo inicial de la mayoría que bloquea luego toda posibilidad de evangelización. Lo importante es que de alguna manera las personas se acerquen a la Iglesia y luego ya el Señor obrará en ellas. Esta, en líneas generales, sería una de las posturas de corte ingenuamente pragmatista. Ya de entrada saltan a la evidencia los puntos débiles como la desorientación que se provoca a los creyentes, la confusión que genera en fieles y sacerdotes, la ruptura de diques de contención moral, el daño a la ortodoxia de la fe, la desautorización de aquellos pastores que se mantengan en la sana doctrina.

Por otra parte, en este desolador panorama se unen pseudo criterios teológicos y así a la ortodoxia (que es la recta doctrina de la fe) se le suele acoplar, cuando no directamente oponer la llamada ortopraxis (o sea la práctica correcta de la fe). En todos los casos se esgrimen razones pastorales para justificar la oposición, que con apariencia teológica encierra una verdadera ideología. Ya no es la gracia la que convierte al hombre sino el hombre que transforma la realidad para su propio bien. Esa oposición es extraña a la verdad porque la recta doctrina y la correcta práctica deben estar mutuamente asociadas en tanto la fe se refleja en las obras y las obras que hacen a la salvación, las obras de amor, tienen como sustento la fe y como norma la Ley. En cambio, cuando se las opone, enfatizando, por ejemplo, en la ortopraxis imperativos sociales y políticos y despreciando por ello a la teología trascendental se desemboca en el ámbito de la ideología con una visión puesta sólo sobre el horizonte inmanente, de esta vida, en la que importan dar satisfacción a necesidades materiales, sociales y políticas excluyendo la dimensión trascendente que es la salvación de las almas y para la que el Hijo de Dios se hizo hombre y padeció y murió en la cruz.
Los que sostienen el primado de la acción es la acción correcta (en todo caso habría que evaluar su corrección en relación a los valores evangélicos) la que da lugar a nuevas reflexiones doctrinarias y de ese modo la doctrina no quedaría fija, inmutable, sino que estaría sujeta a adaptaciones de acuerdo al momento histórico que se vive. Queda claro que detrás de estos planteamientos se asoma la dialéctica materialista marxista. Claro está, toman algunos pasajes evangélicos como justificación teológica, entre ellos y en primer lugar el juicio escatológico que aparece en el Evangelio de san Mateo (“…tuve hambre y me diste de comer; tuve sed y me diste de beber; era forastero y me acogisteis…” (Cf Mt 25:31-46), pero se cuidan de mencionar otros pasajes como el tan exigente de la Ley del cap. 5 de san Mateo, donde el Señor no hace concesiones sea por “conveniencias pastorales” como por “nuevas realidades que llaman a la misericordia”.

Sugestivamente, sea en el aspecto ideológico como en el pragmatista desde esas corrientes nunca se oirán prédicas acerca de la necesidad de la salvación de las almas, de la obra redentora de nuestro Señor ni de su juicio al final de la vida terrena y de la historia.
Al quedar la verdad ofuscada y negada, las razones pastorales que se aducen carecen de fundamento y caen en el error. Entre tales razones pastorales la que ahora sobresale es el acceso a la comunión sacramental de los divorciados y vueltos a casar civilmente apelando a la misericordia.
En estos días está apareciendo un libro-entrevista[1] al Prefecto para la Doctrina de la Fe, el Cardenal Müller, en la que, entre otras cosas, dice al respecto:
“Una simple ‘adaptación’ de la realidad del matrimonio a lo que espera el mundo no da ningún fruto, más bien resulta contraproducente; la Iglesia no puede responder a los desafíos del mundo actual con una adaptación pragmática. Oponiéndose a una fácil adaptación pragmática, estamos llamados a elegir la audacia profética del martirio. Con ella podremos dar testimonio del Evangelio de la santidad del matrimonio. Un profeta tibio, mediante una adecuación al espíritu de la época, buscaría la propia salvación no la salvación que sólo Dios puede dar”.

En la misma entrevista, a propósito de la alegada misericordia, dice el Cardenal:
“Si abrimos el Evangelio encontramos que también Jesús, en diálogo con los fariseos a propósito del divorcio, alude al binomio `divorcio` y `misericordia`(Cfr. Mt 19:3-12). Acusa a los fariseos de no ser misericordiosos, dado que según su engañosa interpretación de la Ley habían concluido que Moisés habría concedido un supuesto permiso de repudiar a sus mujeres. Jesús les recuerda que la misericordia de Dios existe como remedio a nuestra debilidad humana. Dios nos da su gracia para que podamos serle fieles.
Esta es la verdadera dimensión de la misericordia de Dios. Dios perdona también un pecado tan grave como el adulterio; sin embargo, no permite otro matrimonio que pondría en duda un matrimonio sacramentalmente ya existente, matrimonio que expresa la fidelidad de Dios. Apelar a una presunta misericordia absoluta de Dios equivale a un juego de palabras que no ayuda a aclarar los términos del problema. En realidad, me parece que sea ése un modo para no percibir la profundidad de la auténtica misericordia divina.
Asisto con un cierto asombro al empleo, de parte de algunos teólogos, del mismo razonamiento sobre la misericordia como pretexto para favorecer la admisión de los sacramentos a los divorciados vueltos a casar civilmente. La premisa de partida es que, siendo que Jesús mismo ha tomado partido por los que sufren, ofreciéndoles su amor misericordioso, la misericordia es la señal que caracteriza todo seguimiento auténtico. Esto es verdad en parte. Sin embargo, una referencia equivocada a la misericordia comporta el grave riesgo de banalizar la imagen de Dios, según la cual Dios no sería libre, sino que estaría obligado a perdonar. Dios no se cansa nunca de ofrecernos su misericordia, el problema es que nosotros nos cansamos de pedirla, reconociendo con humildad nuestro pecado, como ha recordado con insistencia el papa Francisco en el primer año y medio de su pontificado.
Los datos de la Escritura revelan que, además de la misericordia, también la santidad y la justicia pertenecen al misterio de Dios. Si ocultásemos estos atributos divinos y si banalizáramos la realidad del pecado, no tendría ningún sentido implorar la misericordia de Dios sobre las personas. Por ello, se comprende que Jesús, después de haber tratado a la mujer adúltera con gran misericordia, haya agregado como expresión de su amor: “Vete y desde ahora no peques más” (Jn 8:11). La misericordia de Dios no es una dispensa de las mandamientos de Dios y de las enseñanzas de la Iglesia. Es todo lo contrario: Dios, por infinita misericordia, nos concede la fuerza de la gracia para un cumplimiento pleno de sus mandamientos y así restablecer en nosotros, tras la caída, su imagen perfecta de Padre del Cielo”.

Como dice el Cardenal Müller, no se puede desvincular la misericordia de los otros atributos divinos sin que ésta pierda el verdadero significado. No se puede separarla de la verdad y de la justicia, ni postergar la verdad por una pretendida misericordia, que no lo es. El Señor ejerce misericordia pero exige también el arrepentimiento y el abandono del pecado. Al Evangelio hay que tomarlo íntegramente y no de acuerdo a conveniencias. El Señor perdona a la adúltera pero le dice “no peques más”. El Señor premia las obras de misericordia con la justificación (Cf Mt 25:31-46 arriba citado) pero se muestra exigente en el cumplimiento de la Ley (“Habéis oído que se dijo…pero yo os digo” (Cf Mt 5:17ss)). Cuando la verdad es oscurecida –aún por las mejores razones pastorales que se quieran esgrimir- no es que por eso brille la misericordia, la consecuencia es que todo será tiniebla.
Tanto el pragmatismo como las llamadas teologías de la ortopraxis y entre ellas la de la liberación, niegan el Magisterio milenario de la Iglesia que tiene como base las enseñanzas del Señor y la doctrina firme de los Apóstoles. Según esas corrientes no es el Magisterio quien enseña la verdad sino que es el mundo o la ideología quienes determinan qué está bien y qué está mal según sus propios y cambiantes criterios.

El pragmatismo es una actitud humana, natural y totalmente ajena a las enseñanzas del Señor. “El cielo y la tierra pasarán pero mis palabras no pasarán” (Mt 24:35). ¿En qué lugar de los Evangelios encontramos el pragmatismo, el acomodarse a una situación por alguna pretendida conveniencia? Alguien podría decir que fue la estrategia que Pablo utilizó en Atenas. Pero eso no es así porque si bien aprovechó una situación, la de la figura del dios ignoto del panteón, inmediatamente centró su discurso en el anuncio: “Pues bien, lo que adoráis sin conocer, eso vengo yo a anunciar” (Hch 17:23) y les habló de la necesidad de conversión y del juicio al mundo y de la resurrección. Sabemos cómo todo terminó. ¡Qué lejos entonces del pragmatismo! Cuando encontramos algo parecido es para ser reprochado. Tal el caso de Pedro, severamente regañado por Pablo cuando, por debilidad y temor a los judaizantes, finge hipócritamente no juntarse con los cristianos incircuncisos para no contaminarse (Cf Gal 2:11-14). Es de recordar que esto ocurre cuando Pedro ya había dejado de ser Simón y era la piedra fundamental puesta por Cristo para edificar su Iglesia. Ocurre también después que el Señor resucitado le había confirmado para pacer sus ovejas (Cf. Jn 1:42; Jn 21: 15-17), es decir cuando era ya el primer Papa de la historia de la Iglesia. Cuando Pablo ve que no “caminaban rectamente (se refiere a Pedro y a otros, entre ellos Bernabé que simulaban por temor a aquellos cristianos judaizantes) según la verdad del Evangelio” reprochó a Pedro su conducta (Cf. Gal 2:14).  Y ni qué hablar de los ejemplos que los evangelios nos ofrecen del Señor. Baste pensar al capítulo 6 del evangelio de san Juan, el discurso eucarístico, donde casi todos lo abandonan y las disputas con fariseos y saduceos.
No son las estrategias ni las conveniencias tácticas las que hacen eficaz el anuncio sino el Espíritu Santo como lo demuestra en forma inequívoca la vida de los santos de la Iglesia.

¿Dónde vemos razones de tipo ideológico? En los zelotas que buscan la liberación de Israel por las armas, sin duda alguna, pero también en ese pasaje del capítulo 12 del evangelio joánico donde Judas reprocha el gesto de María de ungir con el precioso perfume de nardos los pies de Jesús diciendo que bien se habría podido vender el valioso perfume para dar lo obtenido a los pobres (Cf Jn 12:3-8).
La ideología es el falseamiento de la teología, la retorsión de la verdad para fines y medios que no son salvíficos. Jesucristo vino a enseñar y obró algo totalmente distinto.

El pragmatismo es tortuoso, no es recto. Se adapta a las circunstancias no se rige por la verdad. Jesús no buscó la complacencia ni la utilizó como instrumento para conseguir adeptos sino que vino a proclamar la verdad, vino –como le dijo a Pilato- a dar testimonio de la verdad, un testimonio que lo llevó a la muerte de cruz.  A partir de entonces el mayor testimonio es el del mártir, el que muere, como su Señor, por la verdad. Y no en vano la palabra martyr, que significa testigo, se convierte en quien da testimonio con su sangre de Cristo, que es la Verdad. Pero, eso no lo entiende Pilato. Pilato es un pragmatista, un político. ¡Cuán actual se nos hace aquel diálogo! Dice el Señor: “Nací y vine al mundo para dar testimonio de la verdad. Quien sea de la verdad escucha mi voz”. Pilato responde con el desdén propio de quien no le interesa la verdad sino el éxito, el poder de este mundo, “¿Qué es la verdad?” (Jn 18:37).
El pragmatismo es el antitestimonio. Con tal de adaptarse porque conviene, porque no se está dispuesto a ir contracorriente defendiendo la verdad, a ésta la hace a un lado. El pragmatismo va de la mano con el relativismo de este tiempo en el que no hay ninguna verdad absoluta, son todas verdades subjetivas y por tanto no hay verdad ni importa ella. Uno y otro destruyen a la verdad. ¡Y pensar que el Señor en la Última Cena rogó al Padre por sus discípulos y por los que vendrían detrás de ellos, sobre todo por los obispos, pastores de su Iglesia, para que ellos fueran santificados en la verdad! (Cf Jn 17:19).
Es la verdad la que nos hace verdaderamente libres, es en la verdad que nos santificamos. Fuera de ella no hay posibilidad ni de liberación ni de santificación sino de condena, aquí y en la otra vida.

En la adaptación al momento histórico, lo que equivale a negar implícitamente la objetividad de la verdad de la fe y su valor absoluto, se termina relativizando e incluso provocando la inversión moral de mal por bien. “Ay de aquellos que llamen bien al mal y mal al bien, que cambian las tinieblas en luz y la luz en tinieblas” (Is 5:20).
P. J.A.L.