jueves, 10 de enero de 2013

LECCIONES DE SAN PABLO -Circuncidad vuestro corazón

A los Romanos, c. II, del v. 17 al 29.
“La observancia de los preceptos de la Ley es verdaderamente circuncisión hasta para los incircuncisos y en el tiempo actual absolución aún para los que no son de la Ley. Dice Pablo: “No es verdadero judío el que aparece como tal, ni es circuncisión la que la que se manifiesta en la carne, sino que es judío aquel que lo es en su interior, y es circuncisión la del corazón, la que es según el espíritu y no según la letra, siendo ésta la que recibirá premio de Dios”.
“Circuncidad vuestro corazón”1 es palabra muy antigua. Es el precepto divino. Porque es en vano conocer la Ley según la palabra si después no se la conoce y practica consecuentemente con el espíritu. Esta es la única circuncisión verdadera.
¿Qué hace llevar vestido talar –digo talar para indicar el de los hijos de la Ley– si después el hombre que lo lleva no es hijo de la Ley sino esclavo del sentido, del mundo y del demonio? También los mimos y comediantes se ponen vestidos de rey, de sacerdote, de guerrero, de obrero o campesino sin que por ello lleguen a ser reyes, sacerdotes, guerreros, obreros o campesinos. Terminada la escena, echado el telón, se despojan de los vestidos tomados para la representación y se ponen los suyos. Su corazón no cambia de lo que es por haber representado la magnanimidad de un rey, la santidad de un sacerdote, el valor de un guerrero los sentimientos de un obrero o de un campesino. Ellos continúan siendo lo que son: justos, si justos, por más que hayan representado a la perfección un papel de malvado, y monstruos de maldad, por más que hayan representado perfectamente a un santo.
Muchos, demasiados, que, por la Ley que aparentan servir, parecen a los ojos del mundo circuncisos –o decapitados más bien por la triple concupiscencia– a ojos de Dios y de los habitantes del Cielo aparecen con sus siete serpientes vivas en el corazón. Estos, no, no pueden decirse circuncidados en el corazón, antes a su naturaleza no mutilada por la triple concupiscencia, patrimonio del pecado heredado de Adán por todos los hombres, añaden otra serpiente más: la de la hipocresía, la de la traición que hacen a sus semejantes mostrándose ante ellos como en verdad no son y creyendo hacerlo igualmente con Dios como si pudiesen engañar a Dios con el polvo dorado que lanzan al aire para que el mundo los admire.
Polvo. Dios no acepta polvo de oro. Lo que acepta es oro puro, macizo, precioso, La verdadera caridad. La verdadera caridad que es obediencia a la Ley y, por ello, circuncisión del corazón que se desprende de la triple concupiscencia para ser realmente hijo de la Ley y, por tanto, hijo de Dios.
Y Yo os digo que si el Padre Santísimo sabe aún ser todo misericordia para los de buena voluntad sojuzgados traidoramente por Satanás, por la carne y por el mundo sin su consentimiento y sin buscar ellos voluntariamente la tentación, es, en cambio todo rigor para los hipócritas, y, tanto más lo es cuanto más uno, bien por ser sacerdote, religioso o profeta de Dios, voz de Dios, discípulo de Dios, se halla en condición, ya por gracia de estado o por don sapiencial extraordinario, de ser más perfecto que la masa, tiene el deber de ser perfecto, no sólo por reconocimiento a Dios que le eligió sacerdote, religioso o profeta suyo, más también por no ser escándalo para los pequeños de la grey.
Digo escándalo. Muchos son los escándalos que se dan en el mundo y la masa apenas si se mueve un instante por ellos mientras dura el rumor del escándalo. A veces, sobre todo en momentos de general relajación de los valores morales –no hablo ya de los espirituales sino simplemente de los morales– ni siquiera se conmueve de ellos…
Mas se dan escándalos que hieren la emoción sincera de los justos y hasta la de los indiferentes, haciendo a veces de los justos disgustados y escarnecedores de los indiferentes. No hay para qué decir lo que son ciertos escándalos en manos de los enemigos de Dios y de su Iglesia. Son como palanca aplicada a un bloque, como mina bajo un edificio, como agujero en una barca. Estos escándalos ponen en serio peligro a la Fe y a la Iglesia. Muere por ellos la Fe en muchos corazones y la Iglesia sufre rudos golpes de importancia incalculable.
Así pues, cuando se suceden los escándalos viene a ser como un alargarse de círculos en un lago turbado por el lanzamiento de piedras. Una sola piedra provoca una serie de círculos que al fin se extinguen muriendo en la arena, Mas si las piedras se suceden y éstas son cada vez mayores hasta llegar a ser el desplome completo de una ladera de un monte, los círculos, entonces se cambian en olas encontradas y éstas en acometidas de agua contra las riberas produciendo estragos.
Así es con los escándalos de quienes “llevan nombres de judíos, descansan en la Ley y se glorían en Dios”… y, sobre todo, de ser “ministros de Dios”, no siendo lámparas para los que buscan la luz, guías para los que están ciegos, ni maestros verdaderos para los pequeños de la grey, antes confusión, crepúsculo, desorden y negación. Sí. Negación, porque”enseñan a los demás, pero no a sí mismos”, porque su vida está llena de las culpas o debilidades que reprochan a sus corderos. Ellos con su vida de pastores-ídolos,2 de pastores mercenarios, deshonran a Dios conculcando la ley que conocen y predican.
“Y, por su culpa, el Nombre de Dios es vituperado entre las gentes”. Vituperando. Porque los enemigos de Dios presentan al desprecio de los pueblos a los siervos de Dios, harto pecadores o también demasiado imperfectos, perezosos, tibios, desprovistos de fe verdadera. Ciertamente, hay más fe en los corderos que en la mayoría de los pastores que de su ministerio han hecho un oficio más que una misión real. Sí. Vituperado. Porque, invirtiendo la observación que los Gentiles de los primeros siglos hacían sobre los sacerdotes católicos y que motivó su conversión a Cristo: “Mirad cómo se aman entre sí y qué perfectos son sus sacerdotes”,3 ahora los más, aun entre los católicos fervorosos, dicen o se lo dicen a sí mismos dentro de su corazón: “¡Mira cómo son los sacerdotes. Peores que nosotros. Si de verdad fuesen ministros de Dios, Dios no permitiría esos escándalos”. Y concluyen: “Por eso creo (o comienzo a creer) que no existe ese Dios que predican, que no hay una segunda vida, que no existen los sacramentos…”. Y ya tenemos aquí la muerte de la Fe, de la Gracia y de la Vida.
Pero existe Dios que toma a los Gentiles, a esos a quienes los orgullosos ministros de Dios –orgullosos y pecadores, escándalo para sus pequeños corderos– desprecian, combaten y persiguen porque no les parece justo a ellos, orgullosos e imperfectos pastores-ídolos que un cordero haya de saber lo que ellos no saben y que lo haya de saber directamente de Dios cuya Voz Santísima esos pastores-ídolos no merecen oír, porque no les parece justo asimismo que un cordero pueda ser “voz de Dios” y continuar así la revelación.4
Toma a los Gentiles. Llamemos así a quienes no son ministros de Dios, no son los “depositarios de la Revelación y de la Sabiduría”, son aquellos que “cierran la puerta del Reino a los pequeños, no entran ellos y no dejan entrar a los demás.5 A estos a quienes los doctos desprecian, persiguen y condenan, los toma y los pone en medio de las turbas que no ven, no sabe y no creen muy distintamente, y los hace “nuncios” suyos, del modo como aparece expresado en el salmo profético sobre el cual tan inútilmente se cansan los doctores: “Tiene la palabra mi Señor. Afortunados anunciadores (los profetas y los Ángeles) gritan: “milicia numerosa””.6 S. 67.
Esta “milicia numerosa” prometida por Dios a través de los profetas y de los espíritus a los asediados por los enemigos de Dios y de sus hijos, semejante a la “lluvia benéfica sobre la heredad del Señor” –lluvia que restaura, voz que fortalece, palabra de buena nueva que consuela– es la de las “voces” que siempre hallarán en nombre de Dios que –lo prometió y no falta a su palabra– dará su Palabra, su siempre Buena Nueva a los continuadores de >Cristo, Verbo y Maestro eterno.
Las voces: las que están sobre el monte, sobre el monte de Dios, monte pingüe el de las múltiples cimas, sobre el que el Señor se complace en estar rodeado de sus siervos ocultos, sólo por el conocimiento en lo que son, y amado por ellos del modo como sólo ellos, llenos de Él, saben amar. Las voces: los que forman el coche triunfante de Dios, esplendente de caridad.
Y ¿os sorprendéis de que existan “voces” y de que sean éstas numerosas? ¿Acaso no lo dice el salmo, oscuro para los doctos aunque no para Mí? ¿No dice tal vez que “son millares de exultantes y el Señor está en medio de ellos?”7 Son las voces de los profetas de todos los tiempos; son esas almas que son voces de Dios, sino con la palabra, sí con su ejemplo; son los santos, los elegidos de la Tierra: almas ya paradisíacas esparcidas por la Tierra para dar testimonio de Dios; son los pequeños Benjamines en el éxtasis del alma”.8 En vano los atropellan las fieras del calcañal y las manadas de toros querrían quitar de en medio a estos que se hallan probados como la plata.
Al Señor que aparece por oriente y les da la voz de su poder, ellos, los nuevos profetas, los heraldos del Verbo, sus continuadores en la propagación de la Buena Nueva, los nuevos evangelistas, –no porque hagan un nuevo evangelio, sino porque os ayudan a ver luminosamente el misterio del evangelio de Cristo, y Pablo de Tarso es uno de los primeros de estos nuevos evangelistas– el Señor que se manifiesta cual luminosos Sol divino que surge por oriente y hace el recorrido hasta occidente a través de su Universo, ellos, ahora y después formarán su séquito y, exultando con los serafines, compondrán un coro en la hora final cantándole con su verdadera naturaleza sobrenatural –no Gentiles como tantos los consideran, sino escogidos de entre su pueblo elegido– su: “Mi alma engrandece a su Señor… que ha puesto su mirada en nuestra pequeñez… y ha hecho cosas grandes en nosotros Aquel que es poderoso””.9
1
2 Deuteronomio 10, 16; Jeremías 4, 4
3 Ezequiel 34
4 Juan 13, 35
5 En el sentido restringido y exacto que aparece en Juan, 14, 25-26; 16, 13-15
6 Salmo 68 (Vulgata: 67), 12-13
7 Salmo 68 (Vulgata: 67), 18
8 Mateo 11, 25; Lucas 10, 21
9 Lucas 1, 46-55

LECCIONES DE SAN PABLO -LA TRIBULACIÓN Y LA ANGUSTIA

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A los Romanos, c. II, v. 9-10-11
La tribulación y la angustia son siempre las compañeras del hombre que obra mal por más que no aparezca así a los ojos de los demás hombres.
El que es culpable no goza de esa paz que es fruto de la buena conciencia, Las satisfacciones de la vida, cualesquiera que sean, no son bastantes para dar paz. El monstruo del remordimiento acomete a los culpables con asaltos imprevistos, a horas que menos lo esperan y los tortura. A veces sirve para hacerles arrepentirse, otras para hacerles mayormente culpables moviéndoles a desconfiar de Dios y a arrojarlo totalmente de sí. Porque el remordimiento viene de Dios y de Satanás. El primero los estimula a salvarse, El segundo a terminar de perderse, por odio, por desprecio.
Ahora bien, el hombre culpable, que es ya pertenencia de Satanás, no considera que sea su tenebroso rey el que lo tortura tras haberlo seducido para que fuera su esclavo. Y culpa a Dios únicamente del remordimiento que siente agitarse dentro de sí e intenta demostrar que no teme a Dios, que lo da por inexistente al aumentar sus culpas sin temor alguno, con la misma avidez malsana con que el bebedor, aun sabiendo que lo perjudica el vino, bebe más y más; con el mismo frenesí con que el lujurioso no acaba de saciarse del sórdido placer; y el que se habitúa a drogas tóxicas aumenta la dosis de las mismas a fin de gozar más aun de la carne y de las drogas estupefacientes. Todo ello con la intención de aturdirse, de embriagarse de vino, de drogas, de lujuria, hasta el extremo de idiotizarse y no sentir ya el remordimiento ni la culpabilidad de querer ahogar en sí la voz que le habla de triunfos más o menos grandes y temporales.
Pero queda la angustia, queda la tribulación. Son estas las confesiones que ni a sí mismo se hace un culpable o espera a hacerlas en el último momento, cuando, caídas las bambalinas del escenario, el hombre se ve desnudo, solo ante el misterio de la muerte y de su encuentro con Dios. Y estos últimos son los casos buenos, los que alcanzan la paz más allá de la vida tras la justa expiación. Y a veces, como en el caso del buen ladrón,1 junto a la contrición perfecta está la paz inmediata.
Mas es harto difícil que los grandes ladrones –todo gran culpable es un gran ladrón que le roba a Dios un alma: la suya de culpable, y otras muchas más: las arrastradas a la culpa por el gran culpable que será llamado a responder de estas almas, buenas tal vez e inocentes antes de su encuentro con el culpable y por él hechas pecadoras, con mucha mayor severidad que la suya; es un gran ladrón asimismo por robar al alma propia su bien eterno y, a la vez que a la suya, a las almas de aquellos a quienes indujo al mal– es difícil, digo, que un ladrón grande y obstinado alcance en su último momento el arrepentimiento perfecto. De ordinario no alcanza ni el arrepentimiento parcial, bien porque la muerte le cogió de improviso o porque rechazó hasta el último instante su salvación.
Mas la tribulación y la angustia de esta vida apenas si son una muestra insignificante de la tribulación y de angustia de la otra vida, ya que el infierno y la condenación son errores cuya exacta descripción dada por el mismo Dios es siempre inferior a lo que en sí son. No podéis vosotros, ni aun a través de una descripción divina, concebir exactamente qué sean la condenación y el infierno. Porque, del mismo modo que la visión y descripción divina de lo que es Dios no puede proporcionarnos aun el gozo infinito del exacto conocimiento del día eterno de los justos en el Paraíso, así tampoco la visión y descripción divina del infierno puede daros una idea de aquel horror infinito. Vosotros, vivientes, tenéis establecidas fronteras en el conocimiento del éxtasis paradisíaco lo mismo que de la angustia del infierno, porque si los conocieseis tal cual son moriríais de amor o de horror.
El castigo o el premio será con justa medida tanto al judío como al griego, es decir, tanto al que cree en el verdadero Dios como al que es cristiano pero está desgajado del tronco de la eterna Vid,2 como al hereje, como al que siga otras religiones reveladas o la suya propia si se trata de persona que ignora toda religión.
Premio a quien sigue la justicia. Castigo a quien hace el mal. Porque todo hombre se halla dotado de alma y de razón y con ellas tiene en sí lo bastante para exigirle norma y ley. Y Dios, en su justicia, premiará o castigará en la medida que el espíritu fue consciente, más severamente, por tanto, en la medida que el espíritu y la razón son de individuos civilizados en contacto con sacerdotes o ministros cristianos de religiones reveladoras y según la fe de cada espíritu. Porque si uno, aunque de iglesia cismática o separada tal vez, cree firmemente hallarse en la verdadera fe, su fe le justifica, y si obra el bien para conseguir a Dios, Bien Supremo, recibirá un día el premio de su fe y de la rectitud d sus obras con mayor benignidad divina que la concedida a los católicos. Porque Dios ponderará cuánto mayor esfuerzo habrán tenido que realizar para ser justo los separados del Cuerpo místico, los mahometanos, brahmánicos, budistas, paganos, esos en los que no se hallan la Gracia ni la Vida y con ellas mis dones y las virtudes que de dichos dones se derivan.
1 Luca 23, 39-43
2 Juan 15, 1-6