A los Romanos, c. II,
v. 9-10-11
La tribulación y la
angustia son siempre las compañeras del hombre que obra mal por más
que no aparezca así a los ojos de los demás hombres.
El que es culpable no
goza de esa paz que es fruto de la buena conciencia, Las
satisfacciones de la vida, cualesquiera que sean, no son bastantes
para dar paz. El monstruo del remordimiento acomete a los culpables
con asaltos imprevistos, a horas que menos lo esperan y los tortura.
A veces sirve para hacerles arrepentirse, otras para hacerles
mayormente culpables moviéndoles a desconfiar de Dios y a arrojarlo
totalmente de sí. Porque el remordimiento viene de Dios y de
Satanás. El primero los estimula a salvarse, El segundo a terminar
de perderse, por odio, por desprecio.
Ahora bien, el hombre
culpable, que es ya pertenencia de Satanás, no considera que sea su
tenebroso rey el que lo tortura tras haberlo seducido para que fuera
su esclavo. Y culpa a Dios únicamente del remordimiento que siente
agitarse dentro de sí e intenta demostrar que no teme a Dios, que lo
da por inexistente al aumentar sus culpas sin temor alguno, con la
misma avidez malsana con que el bebedor, aun sabiendo que lo
perjudica el vino, bebe más y más; con el mismo frenesí con que el
lujurioso no acaba de saciarse del sórdido placer; y el que se
habitúa a drogas tóxicas aumenta la dosis de las mismas a fin de
gozar más aun de la carne y de las drogas estupefacientes. Todo ello
con la intención de aturdirse, de embriagarse de vino, de drogas, de
lujuria, hasta el extremo de idiotizarse y no sentir ya el
remordimiento ni la culpabilidad de querer ahogar en sí la voz que
le habla de triunfos más o menos grandes y temporales.
Pero queda la angustia,
queda la tribulación. Son estas las confesiones que ni a sí mismo
se hace un culpable o espera a hacerlas en el último momento,
cuando, caídas las bambalinas del escenario, el hombre se ve
desnudo, solo ante el misterio de la muerte y de su encuentro con
Dios. Y estos últimos son los casos buenos, los que alcanzan la paz
más allá de la vida tras la justa expiación. Y a veces, como en el
caso del buen ladrón,1
junto a la contrición perfecta está la paz inmediata.
Mas es harto difícil
que los grandes ladrones –todo gran culpable es un gran ladrón que
le roba a Dios un alma: la suya de culpable, y otras muchas más: las
arrastradas a la culpa por el gran culpable que será llamado a
responder de estas almas, buenas tal vez e inocentes antes de su
encuentro con el culpable y por él hechas pecadoras, con mucha mayor
severidad que la suya; es un gran ladrón asimismo por robar al alma
propia su bien eterno y, a la vez que a la suya, a las almas de
aquellos a quienes indujo al mal– es difícil, digo, que un ladrón
grande y obstinado alcance en su último momento el arrepentimiento
perfecto. De ordinario no alcanza ni el arrepentimiento parcial, bien
porque la muerte le cogió de improviso o porque rechazó hasta el
último instante su salvación.
Mas la tribulación y
la angustia de esta vida apenas si son una muestra insignificante de
la tribulación y de angustia de la otra vida, ya que el infierno y
la condenación son errores cuya exacta descripción dada por el
mismo Dios es siempre inferior a lo que en sí son. No podéis
vosotros, ni aun a través de una descripción divina, concebir
exactamente qué sean la condenación y el infierno. Porque, del
mismo modo que la visión y descripción divina de lo que es Dios no
puede proporcionarnos aun el gozo infinito del exacto conocimiento
del día eterno de los justos en el Paraíso, así tampoco la visión
y descripción divina del infierno puede daros una idea de aquel
horror infinito. Vosotros, vivientes, tenéis establecidas fronteras
en el conocimiento del éxtasis paradisíaco lo mismo que de la
angustia del infierno, porque si los conocieseis tal cual son
moriríais de amor o de horror.
El castigo o el premio
será con justa medida tanto al judío como al griego, es decir,
tanto al que cree en el verdadero Dios como al que es cristiano pero
está desgajado del tronco de la eterna Vid,2
como al hereje, como al que siga otras religiones reveladas o la suya
propia si se trata de persona que ignora toda religión.
Premio a quien sigue la
justicia. Castigo a quien hace el mal. Porque todo hombre se halla
dotado de alma y de razón y con ellas tiene en sí lo bastante para
exigirle norma y ley. Y Dios, en su justicia, premiará o
castigará en la medida que el espíritu fue consciente, más
severamente, por tanto, en la medida que el espíritu y la razón son
de individuos civilizados en contacto con sacerdotes o ministros
cristianos de religiones reveladoras y según la fe de cada
espíritu. Porque si uno, aunque de iglesia cismática o separada tal
vez, cree firmemente hallarse en la verdadera fe, su fe le justifica,
y si obra el bien para conseguir a Dios, Bien Supremo, recibirá un
día el premio de su fe y de la rectitud d sus obras con mayor
benignidad divina que la concedida a los católicos. Porque Dios
ponderará cuánto mayor esfuerzo habrán tenido que realizar para
ser justo los separados del Cuerpo místico, los mahometanos,
brahmánicos, budistas, paganos, esos en los que no se hallan la
Gracia ni la Vida y con ellas mis dones y las virtudes que de dichos
dones se derivan.
1
Luca 23, 39-43
2
Juan 15, 1-6
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