jueves, 10 de enero de 2013

LECCIONES DE SAN PABLO -LA TRIBULACIÓN Y LA ANGUSTIA

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A los Romanos, c. II, v. 9-10-11
La tribulación y la angustia son siempre las compañeras del hombre que obra mal por más que no aparezca así a los ojos de los demás hombres.
El que es culpable no goza de esa paz que es fruto de la buena conciencia, Las satisfacciones de la vida, cualesquiera que sean, no son bastantes para dar paz. El monstruo del remordimiento acomete a los culpables con asaltos imprevistos, a horas que menos lo esperan y los tortura. A veces sirve para hacerles arrepentirse, otras para hacerles mayormente culpables moviéndoles a desconfiar de Dios y a arrojarlo totalmente de sí. Porque el remordimiento viene de Dios y de Satanás. El primero los estimula a salvarse, El segundo a terminar de perderse, por odio, por desprecio.
Ahora bien, el hombre culpable, que es ya pertenencia de Satanás, no considera que sea su tenebroso rey el que lo tortura tras haberlo seducido para que fuera su esclavo. Y culpa a Dios únicamente del remordimiento que siente agitarse dentro de sí e intenta demostrar que no teme a Dios, que lo da por inexistente al aumentar sus culpas sin temor alguno, con la misma avidez malsana con que el bebedor, aun sabiendo que lo perjudica el vino, bebe más y más; con el mismo frenesí con que el lujurioso no acaba de saciarse del sórdido placer; y el que se habitúa a drogas tóxicas aumenta la dosis de las mismas a fin de gozar más aun de la carne y de las drogas estupefacientes. Todo ello con la intención de aturdirse, de embriagarse de vino, de drogas, de lujuria, hasta el extremo de idiotizarse y no sentir ya el remordimiento ni la culpabilidad de querer ahogar en sí la voz que le habla de triunfos más o menos grandes y temporales.
Pero queda la angustia, queda la tribulación. Son estas las confesiones que ni a sí mismo se hace un culpable o espera a hacerlas en el último momento, cuando, caídas las bambalinas del escenario, el hombre se ve desnudo, solo ante el misterio de la muerte y de su encuentro con Dios. Y estos últimos son los casos buenos, los que alcanzan la paz más allá de la vida tras la justa expiación. Y a veces, como en el caso del buen ladrón,1 junto a la contrición perfecta está la paz inmediata.
Mas es harto difícil que los grandes ladrones –todo gran culpable es un gran ladrón que le roba a Dios un alma: la suya de culpable, y otras muchas más: las arrastradas a la culpa por el gran culpable que será llamado a responder de estas almas, buenas tal vez e inocentes antes de su encuentro con el culpable y por él hechas pecadoras, con mucha mayor severidad que la suya; es un gran ladrón asimismo por robar al alma propia su bien eterno y, a la vez que a la suya, a las almas de aquellos a quienes indujo al mal– es difícil, digo, que un ladrón grande y obstinado alcance en su último momento el arrepentimiento perfecto. De ordinario no alcanza ni el arrepentimiento parcial, bien porque la muerte le cogió de improviso o porque rechazó hasta el último instante su salvación.
Mas la tribulación y la angustia de esta vida apenas si son una muestra insignificante de la tribulación y de angustia de la otra vida, ya que el infierno y la condenación son errores cuya exacta descripción dada por el mismo Dios es siempre inferior a lo que en sí son. No podéis vosotros, ni aun a través de una descripción divina, concebir exactamente qué sean la condenación y el infierno. Porque, del mismo modo que la visión y descripción divina de lo que es Dios no puede proporcionarnos aun el gozo infinito del exacto conocimiento del día eterno de los justos en el Paraíso, así tampoco la visión y descripción divina del infierno puede daros una idea de aquel horror infinito. Vosotros, vivientes, tenéis establecidas fronteras en el conocimiento del éxtasis paradisíaco lo mismo que de la angustia del infierno, porque si los conocieseis tal cual son moriríais de amor o de horror.
El castigo o el premio será con justa medida tanto al judío como al griego, es decir, tanto al que cree en el verdadero Dios como al que es cristiano pero está desgajado del tronco de la eterna Vid,2 como al hereje, como al que siga otras religiones reveladas o la suya propia si se trata de persona que ignora toda religión.
Premio a quien sigue la justicia. Castigo a quien hace el mal. Porque todo hombre se halla dotado de alma y de razón y con ellas tiene en sí lo bastante para exigirle norma y ley. Y Dios, en su justicia, premiará o castigará en la medida que el espíritu fue consciente, más severamente, por tanto, en la medida que el espíritu y la razón son de individuos civilizados en contacto con sacerdotes o ministros cristianos de religiones reveladoras y según la fe de cada espíritu. Porque si uno, aunque de iglesia cismática o separada tal vez, cree firmemente hallarse en la verdadera fe, su fe le justifica, y si obra el bien para conseguir a Dios, Bien Supremo, recibirá un día el premio de su fe y de la rectitud d sus obras con mayor benignidad divina que la concedida a los católicos. Porque Dios ponderará cuánto mayor esfuerzo habrán tenido que realizar para ser justo los separados del Cuerpo místico, los mahometanos, brahmánicos, budistas, paganos, esos en los que no se hallan la Gracia ni la Vida y con ellas mis dones y las virtudes que de dichos dones se derivan.
1 Luca 23, 39-43
2 Juan 15, 1-6

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