60. Santiago de Alfeo es recibido entre los discípulos. Jesús predica cerca del banco
de Mateo
2 febrero 1945
Es una mañana de mercado en Cafarnaum. La plaza está llena de vendedores de toda clase
de mercancías. A ella, Jesús llega viniendo del lago y ve que vienen a su encuentro sus
primos Judas y Santiago. Se apresura a su vez, y después de abrazarlos con cariño, pregunta
ansioso: “Vuestro padre... ¿qué pasó?”
“Nada nuevo por lo que se refiere a su salud” responde Judas.
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“Y entonces ¿a qué viniste?... Te había dicho que te quedaras”.
Judas baja la cabeza y calla. Pero el que se explica es Santiago que dice: “Por mi culpa él
no te obedeció. Sí. Por culpa mía. Pero no pude soportar más. Todos en contra... Y ¿por qué?
¿Hago mal acaso en amarte? ¿lo hacemos acaso? Hasta aquí un escrúpulo del mal me había
detenido, pero ahora que sé, ahora que has dicho que sobre Dios no hay nadie, ni el padre, ya
no pude soportar. ¡Oh! Traté de ser respetuoso, de hacer entender razones, de corregir las
ideas. Dije: “¿Por qué me combatís? Si es el Profeta, si es el Mesías... ¿Por qué queréis que
el mundo diga: ‘Su familia no lo quería. Cuando todos lo seguían, ella no lo hizo Porque su
fuera el infeliz que vosotros decís, ¿no debemos nosotros los de su familia, estar cerca de su
demencia, para impedirle que se dañe o que nos dañe?” ¡Oh! Jesús, de este modo hablaba
yo, para discutir humanamente como ellos razonaban. Pero Tú sabes que Judas y yo no
creemos que estés loco. Tú sabes que en Ti vemos al Santo de Dios. Tú sabes que siempre te
hemos considerado como a nuestra Estrella Mayor. Pero no nos han querido comprender. Ni
siquiera nos han querido escuchar. Y me he venido. Entre la elección de Jesús o la familia, te
he escogido. Heme aquí, pues, si me quieres. Si no, seré entonces el hombre más infeliz
porque no tendré nada: Ni tu amistad, ni el amor de mi familia”.
“¿Resuelto?... ¡Oh! Santiago mío, mi pobre Santiago. ¡No hubiera querido verte sufrir así,
porque te amo! Pero si el Jesús-Hombre llora contigo, el Jesús-Verbo se regocija por ti. ¡Ven!
Estoy cierto que la alegría de ser portador de Dios entre los hombres aumentará de día en día
tu gozo hasta llegar al éxtasis completo en la última hora de la tierra, y en la eterna del cielo”.-
Jesús se vuelve y llama a sus discípulos que prudentemente se habían mantenido retirados
unos cuantos metros.
“Venid amigos. Mi primo Santiago desde ahora es de mis amigos y por esto, amigo vuestro.
¡Cuánto he deseado esta hora, este día para él, mi amigo perfecto de infancia, mi buen
hermano de juventud!”
Los discípulos alegres dan la bienvenida a Santiago y a Judas que hacía días no miraban.
“Te habíamos buscado en casa... estabas en el lago?”.
“Sí, en el lago por dos días con Pedro y los demás. Pedro ha tenido una buena pesca
¿Verdad?”
“Sí y ahora esto me desagrada porque deberé entregar más dracmas a aquel ladrón...” y
señala al alcabalero Mateo cuyo banco está rodeado de gente que paga por la tierra o por los
frutos.
“Será todo en proporción, digo. Más pescados, más paga, pero también más ganancia”.
“No, Maestro. Más pesco, más gano. Pero si hago cálculos después de la pesca ese de allá,
me hace pagar no el doble sino el cuádruplo... ¡chacal!”
“¡Pedro! Acerquémonos a él. Quiero hablar. Hay gente siempre cerca del banco de la
alcabala”.
“¡Ya lo creo! Refunfuña Pedro. “Gente y maldiciones”.
“Pues bien, iré Yo a introducir bendiciones. Quién sabe si entre un poco de honradez en el
alcabalero”.
“¡Puedes estar tranquilo que tu palabra no entrará en esa piel de cocodrilo!”
“¿Qué le vas a decir?”
“Directamente, nada. Pero hablaré en tal forma que sirva también para él”.
“Dirás que es un ladrón tan grande el que asalta en las calles, como quien despelleja a los
pobres que trabajan por tener pan, no por mujeres ni ebriedades...”
“¿Pedro, quieres hablar tú por Mí”
“No, Maestro, no sabría hacerlo bien”.
“Y con el vinagre que tienes dentro, te harías mal a ti y a él”.
Han llegado cerca del banco de la alcabala. Pedro hace por pagar. Jesús lo detiene y le
dice: “Dame las monedas, hoy pago Yo”. Pedro lo mira sorprendido y le entrega la bolsa de
cuero con el dinero.
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Jesús espera su turno y cuando está enfrente del alcabalero dice: “Pago por ocho canastos
de Simón de Jonás. Allí están los canastos, a los pies de los trabajadores. Verifica si quieres,
pero entre honrados basta sólo la palabra. Y creo que me tienes por tal”.
Mateo, que estaba sentado en su banco, en el momento en que Jesús le dijo: “Creo que
como a tal me tienes” se pone de pie. Bajo de estatura y ya un poco viejo, más o menos como
Pedro, muestra con todo una cara cansada de alegrías y una vergüenza completa. Tiene al
principio la cabeza inclinada, después la levanta y mira a Jesús, que también lo mira atenta y
seriamente como dominándolo con su imponente estatura.
“¿Cuánto?” torna Jesús a preguntar.
“No hay tasa para el discípulo del Maestro” responde Mateo, y en voz baja añade: “Ruega
por mi alma”.
“La llevo conmigo porque recojo la de los pecadores. Pero tú... ¿por qué no la curas?” y
Jesús al punto vuelve las espaldas para ir a Pedro que está empapado de admiración.
También los otros lo están. Hablan en voz baja, o lo hacen con los ojos.
Jesús recargado en un árbol, a unos diez metros de Mateo, empieza a hablar.
“El mundo se puede comparar con una gran familia cuyos miembros desempeñan
quehaceres diversos y todos son necesarios. Hay agricultores, pastores, viñadores,
carpinteros, pescadores, albañiles, leñadores, herreros, escribanos, soldados, oficiales
destinados a especiales funciones, médicos, sacerdotes, de todo hay.. El mundo no podría
componerse de una sola clase. Todas las profesiones son necesarias, todas santas, si todos
hacen lo que deben, con honradez y justicia. ¿Cómo se puede llegar a esto si Satanás tienta
por todas partes? Si se piensa en Dios que todo lo ve, aun las obras ocultas, y en su ley que
dice: “Ama a tu prójimo como te amas tú mismo, no hagas a otro lo que no querrías que se te
hiciese; no robar de ningún modo”1
Decidme, vosotros que me estáis escuchando: Cuando muere uno, ¿se lleva acaso su
dinero?... y cuando fuese tan necio de querer tenerlo en el sepulcro, ¿puede usarlo en la otra
vida? ¡No! El dinero se convierte en metal mohoso al contacto de la corrupción de un cuerpo
descompuesto. Y su alma estaría en otra parte desnuda, más pobre que el bienaventurado
Job2
, sin tener ni siquiera un céntimo, aun cuando aquí o en la tumba hubiese dejado millones
y millones. Antes bien, ¡escuchad, escuchad! En verdad os digo que difícilmente se conquista
el Cielo con riquezas, sino más bien y casi siempre se pierde con ellas, aún cuando fueren
riquezas que se hubiesen adquirido honestamente, bien por herencia, bien por ganancia.
Porque pocos son los ricos que saben justamente usan de ellas.
Entonces... ¿qué se necesita para tener este cielo bendito, este descansar en el seno del
Padre?... Es menester no tener sed de riquezas. En el sentido de no quererlas tener a
cualquier precio, aun faltando a la honradez y amor. En el sentido de que, si tienen, no se les
ame más que al cielo y que al prójimo, y se niegue la caridad al que tuviere necesidad. No
tener sed en el sentido de que puedan proporcionar mujeres, placeres, banquetes, vestiduras
suntuosas que son una bofetada para el que tiene frío y hambre. Existe, existe una moneda
que cambia el dinero injusto en valores que son reconocidos en el Reino de los Cielos. Es la
santa astucia de hacer de las riquezas humanas, frecuentemente injustas o causa de injusticia,
riquezas eternas. En otras palabras, ganar con honradez, devolver lo que injustamente se
obtuvo, usar de los bienes con parsimonia y despego, saberse separar de ellas, porque antes
o después ellas nos dejan y pensar por otra parte que el bien llevado a cabo jamás nos
abandona.
A todos nos gustaría ser “justos” y como a tales ser tenidos y que Dios nos premie como a
tales. Pero... ¿cómo puede Dios premiar a quien tan solo tiene nombre de justo?... pero ¿no
las obras? ¿Cómo puede decir: “Te perdono” si ve que el arrepentimiento es tan solo de
1 Cfr. Ex. 20, 15; 21, 16; Lev. 19, 11y 18;Dt. 5, 19: 24.7; Mt. 5, 43; 7, 12; 22, 39; Lc. 6, 31; Rom. 13, 8-10; Gal. 5,
14; Sant. 2, 8.
2 Cfr. Jb. 2, 7-10.
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palabra y que no va acompañado de un verdadero cambio de espíritu? No hay arrepentimiento
mientras dure el deseo por el objeto que pecamos. Pero cuando uno se humilla, cuando uno
se corta la parte moral de una mala pasión, digamos mujer u oro y dice uno: “Por Ti Señor y no
por esto”, entonces sí, realmente está arrepentido. Dios lo recoge con estas palabras: “Ven, te
quiero como a un inocente y como a un héroe”.
Jesús ha terminado. Se va sin siquiera voltear a donde está Mateo, que se acercó al círculo
de los oyentes, desde las primeras palabras.
Cuando están cerca de la casa de Pedro, su mujer corre al encuentro de su marido para
decirle algo. Pedro hace señas a Jesús de que se le acerque. “Está la madre de Judas y de
Santiago. Quiere hablar contigo, pero no quiere que la vean. ¿Cómo hacemos?”
“Bien. Yo entro en casa como para descansar y vosotros id a distribuir las limosnas entre los
pobres. Ten también el dinero de la tasa que no quiso. Vete”. Jesús hace señal a todos de que
se vayan, mientras Pedro les habla de que vengan juntos.
“¿Dónde está la mamá, mujer? Pregunta Jesús a la mujer de Pedro.
“En la terraza, Maestro. Allí hay sombra y está fresco. Sube también Tú. Allí se está mejor
que en otra parte de la casa”.
Jesús sube por la escalera. En un ángulo bajo el viñedo, sentada en un banquito cercano a
la baranda, vestida toda de oscuro, con el velo en la cara, está María de Alfeo. Llora quedito,
sin hacer ruido. Jesús la llama: “¡María! ¡Amada tía!” Levanta ella su pobre cara angustiada y
extiende las manos: “¡Jesús! ¡Traigo un gran dolor en el corazón!”
Jesús está cerca de ella. Le hace que siga sentada. Él sigue de pie con su manto todavía
echado en el hombro. Pone una mano en la espalda de su tía y la otra en las manos de ella, y
le dice: “¿Qué te pasa? ¿Por qué lloras tanto?”
“¡Oh Jesús! Escapé de casa diciendo: “Voy a Caná a buscar vino y huevos para el enfermo”.
En casa está tu Madre que cuida como sólo Ella sabe hacerlo, y estoy tranquila. Pero en
realidad vine aquí. He corrido durante dos noches para llegar aquí lo más pronto. Y no puedo
más... pero el cansancio no importa. ¡Es el dolor del corazón que me hace mal!... Mi Alfeo...
mis hijos... ¡Oh! ¿Por qué entre los de una misma sangre hay tanta diferencia, y por qué ésta
es como dos piedras de una máquina, que muelen el corazón de una madre?... ¿Están contigo
Judas y Santiago?... ¿Sí?... Entonces sabe, ¡oh Jesús!... Mi Alfeo ¿por qué no comprende?...
¿Por qué se muere?... ¿Por qué quiere morir así?... ¿Y Simón y José? ¿Por qué, por qué
están contra Ti y no contigo?”
“No llores, María. No les tengo rencor. Se lo dije también a Judas. Los entiendo y los
compadezco. Si por esto lloras, no llores más”.
“Lloro, sí, porque te ofenden. Por esto y luego... porque no quiero que mi esposo muera
como enemigo tuyo. Dios no lo perdonará... y yo... ¡oh! no lo tendré para siempre en la otra
vida...” María realmente está angustiada. Gruesas lágrimas caen sobre su mano izquierda que
Jesús ha soltado, la besa de cuando en cuando, y levanta su pobre cara destrozada.
“No” dice Jesús. “No, no digas así. Perdono. Y si perdono Yo...”
“¡Oh! Ven Jesús. Ven a salvar el alma y el cuerpo. Ve... empiezan a decir también para
acusarte... ya empezaron a decir que has quitado dos hijos a un padre que muere, y lo dicen
por Nazaret ¿entiendes?... y añaden: “Por todas partes hace milagros, pero en su casa, no
puede hacerlos” y... cómo te defiendo diciendo: “¿Qué cosa puede hacer si lo habéis casi
arrojado con vuestros reproches, si no creéis? “no me dejan en paz”.
“Dijiste bien. Si no creéis, ¿qué puedo hacer donde no se cree?”
“¡Oh! Tú lo puedes todo! ¡Creo por todos! Ven. Haz un milagro... por tu pobre tía...”
“No puedo”. Jesús al decir esto se ve que está tristísimo. De pie y apretando contra su
pecho la cabeza de la que está llorando parece como si confesase su impotencia a la
naturaleza serena que parece llamarla como testigo de su pena de no poder por decreto
eterno.
La mujer llora más fuerte.
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“Escucha, María. Sé buena. Yo te juro que si pudiese, si conviniese hacerlo, lo haría. ¡Oh!
Obtendría del Padre esta gracia, por ti, por mi Madre, por Judas y Santiago y también, sí,
también por Alfeo, José y Simón. Pero... no puedo. Un gran dolor oprime tu corazón y no
puedes entender la justicia del poder mío. Te la puedo decir, pero no la comprenderías.
Cuando llegó la hora del tránsito de mi padre, y tú sabes si era justo, y si mi Madre lo amaba...
no lo devolví a la vida. No es razonable que la familia en que vive un santo, esté libre de
desventuras inevitables de la vida. Si así no fuese, debería ser eterno en la tierra, y sin
embargo pronto moriré, ni María, mi Santa Madre podrá arrebatarme de la muerte. No puedo.
Lo que puedo es esto, y lo haré”. Jesús se ha sentado y ha tomado la cabeza de su tía: “Haré
esto. Por este dolor tuyo, te prometo la paz a tu Alfeo. Que no estarás separada de él en la
otra vida. Te doy mi palabra de que nuestra familia estará reunida en el cielo, toda junta en la
eternidad... y que mientras Yo viva y también después infundiré siempre a mi querida tía tanta
paz, tanta fuerza hasta convertirla en un apóstol para otras tantas mujeres, a las que tú, como
una de ellas, te les podrás fácilmente acercar. Serás mi amiga amada en este tiempo de
evangelización. La muerte, no llores, la muerte de Alfeo te libera de los deberes conyugales y
te eleva a la sublimidad mística de un sacerdocio femenino, muy necesario cerca del altar de
la Gran víctima y cerca de tantos paganos que doblarán su corazón ante el santo heroísmo de
las mujeres discípulas, que no ante el de los discípulos. ¡Oh! Tu nombre será, querida tía,
como una llama en el cielo cristiano... no llores más. Ve en paz. Fuerte, resignada y santa. Mi
Madre... ha sido viuda antes que tú... y te consolará como sabe Ella. Ven. No quiero que
partas sola bajo este sol. Pedro te acompañará en la barca hasta el Jordán y de allí a Nazaret
en un borriquillo. Cálmate”.
“Bendíceme, Jesús. Dame fuerzas, Tú”.
“Sí, te bendigo y te beso, buena tía”. Y la besa tiernamente, y la retiene por un tiempo contra
su pecho hasta que ve que se ha serenado.