Pruebas de la existencia de Dios Audiencia General de SS Juan Pablo II del 10 de julio de 1985, acerca de la existencia de Dios.
Audiencia General del 10 de julio de 1985
1. Cuando nos preguntamos: «¿Por qué creemos en Dios?», la primera respuesta es la de nuestra fe: Dios se ha revelado a la humanidad, ha entrado en contacto con los hombres. La suprema revelación de Dios se nos ha dado en Jesucristo, Dios encarnado. Creemos en Dios porque Dios se ha hecho descubrir por nosotros como el Ser supremo, el gran «Existente».
Sin embargo esta fe en un Dios que se revela, encuentra también un apoyo en los razonamientos de nuestra inteligencia. Cuando reflexionamos, constatamos que no faltan las pruebas de la existencia de Dios. Estas han sido elaboradas por los pensadores bajo forma de demostraciones filosóficas, de acuerdo con la concatenación de una lógica rigurosa. Pero pueden revestir también una forma más sencilla y, como tales, son accesibles a todo hombre que trata de comprender lo que significa el mundo que lo rodea.
2. Cuando se habla de pruebas de la existencia de Dios, debemos subrayar que no se trata de pruebas de orden científico-experimental. Las pruebas científicas, en el sentido moderno de la palabra, valen sólo para las cosas perceptibles por los sentidos, puesto que sólo sobre éstas pueden ejercitarse los instrumentos de investigación y de verificación de que se sirve la ciencia. Querer una prueba científica de Dios, significaría rebajar a Dios al rango de los seres de nuestro mundo, y por tanto equivocarse ya metodológicamente sobre aquello que Dios es. La ciencia debe reconocer sus límites y su impotencia para alcanzar la existencia de Dios: ella no puede ni afirmar ni negar esta existencia. De ello, sin embargo, no debe sacarse la conclusión que los científicos son incapaces de encontrar, en sus estudios científicos, razones válidas para admitir la existencia de Dios. Si la ciencia como tal no puede alcanzar a Dios, el científico, que posee una inteligencia cuyo objeto no está limitado a las cosas sensibles, puede descubrir en el mundo las razones para afirmar la existencia de un Ser que lo supera. Muchos científicos han hecho y hacen este descubrimiento.
Aquel que, con un espíritu abierto, reflexiona en lo que está implicado en la existencia del universo, no puede por menos de plantearse el problema del origen. Instintivamente cuando somos testigos de ciertos acontecimientos, nos preguntamos cuáles son las causas. ¿Cómo no hacer la misma pregunta para el conjunto de los seres y de los fenómenos que descubrimos en el mundo?
3. Una hipótesis científica como la de la expansión del universo hace aparecer más claramente el problema: si el universo se halla en continua expansión, ¿no se debería remontar en el tiempo hasta lo que se podría llamar el «momento inicial», aquel en el que comenzó la expansión? Pero, sea cual fuere la teoría adoptada sobre el origen del universo, la cuestión más fundamental no puede eludirse. Este universo en constante movimiento postula la existencia de una Causa que, dándole el ser, le ha comunicado ese movimiento y sigue alimentándolo. Sin tal Causa suprema, el mundo y todo movimiento existente en él permanecerían «inexplicados» e «inexplicables», y nuestra inteligencia no podría estar satisfecha. El espíritu humano puede recibir una respuesta a sus interrogantes sólo admitiendo un Ser que ha creado el mundo con todo su dinamismo, y que sigue conservándolo en la existencia.
4. La necesidad de remontarse a una Causa suprema se impone todavía más cuando se considera la organización perfecta que la ciencia no deja de descubrir en la estructura de la materia. Cuando la inteligencia humana se aplica con tanta fatiga a determinar la constitución y las modalidades de acción de las partículas materiales, ¿no es inducida, tal vez, a buscar el origen en una Inteligencia superior, que ha concebido todo? Frente a las maravillas de lo que se puede llamar el mundo inmensamente pequeño del átomo, y el mundo inmensamente grande del cosmos, el espíritu del hombre se siente totalmente superado en sus posibilidades de creación e incluso de imaginación, y comprende que una obra de tal calidad y de tales proporciones requiere un Creador, cuya sabiduría trascienda toda medida, cuya potencia sea infinita.
5. Todas las observaciones concernientes al desarrollo de la vida llevan a una conclusión análoga. La evolución de los seres vivientes, de los cuales la ciencia trata de determinar las etapas, y discernir el mecanismo, presente una finalidad interna que suscita la admiración. Esta finalidad que orienta a los seres en una dirección, de la que no son dueños ni responsables, obliga a suponer un Espíritu que es su inventor, el creador. La historia de la humanidad y la vida de toda persona humana manifiestan una finalidad todavía más impresionante. Ciertamente el hombre no puede explicarse a sí mismo el sentido de todo lo que le sucede, y por tanto debe reconocer que no es dueño de su propio destino. No sólo no se ha hecho él a sí mismo, sino que no tiene ni siquiera el poder de dominar el curso de los acontecimientos ni el desarrollo de su existencia. Sin embargo, está convencido de tener un destino y trata de descubrir cómo lo ha recibido, cómo está inscrito en su ser. En ciertos momentos puede discernir más fácilmente una finalidad secreta, que transparenta de un concurso de circunstancias o de acontecimientos. Así, está llevado a afirmar la soberanía de Aquel que le ha creado y que dirige su vida presente.
6. Finalmente, entre las cualidades de este mundo que impulsan a mirar hacia lo alto está la belleza. Ella se manifiesta en las multiformes maravillas de la naturaleza; se traduce en las innumerables obras de arte, literatura, música, pintura, artes plásticas. Se hace apreciar también en la conducta moral: hay tantos buenos sentimientos, tantos gestos estupendos. El hombre es consciente de «recibir» toda esta belleza, aunque con su acción concurre a su manifestación. El la descubre y la admira plenamente sólo cuando reconoce su fuente, la belleza trascendente de Dios.
7. A todas estas «indicaciones» sobre la existencia de Dios creador, algunos oponen la fuerza del caso o de mecanismos propios de la materia. Hablar de caso para un universo que presenta una organización tan compleja en los elementos y una finalidad en la vida tan maravillosa, significa renunciar a la búsqueda de una explicación del mundo como nos aparece. En realidad, ello equivale a querer admitir efectos sin causa. Se trata de una abdicación de la inteligencia humana que renunciaría así a pensar, a buscar una solución a sus problemas. En conclusión, una infinidad de indicios empuja al hombre, que se esfuerza por comprender el universo en que vive, a orientar su mirada hacia el Creador. Las pruebas de la existencia de Dios son múltiples y convergentes. Ellas contribuyen a mostrar que la fe no mortifica la inteligencia humana, sino que la estimula a reflexionar y le permite comprender mejor todos los «porqués» que plantea la observación de lo real.
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