¿Hay límites en el periodismo? ¿Qué derechos y qué deberes tiene la prensa?
Pregunta:Respuesta:
¿Cuáles son los derechos y los límites del periodismo moderno? ¿Qué responsabilidad les compete cuando tergiversan la verdad o divulgan verdades ocultas? ¿Es pecado el ‘sensacionalismo’ periodístico? ¿Cómo deben reparar el mal realizado?
La misión informativa, para poder cumplir su
importante tarea, debe responder a las exigencias propias de su
naturaleza. Se trata de exigencias de veracidad, prudencia y caridad.
Cuando falta el respeto a alguna de éstas virtudes el periodismo atenta
contra el bien común, además de lesionar el bien privado de aquellos
directamente damnificados.
La veracidad ante todo, puesto que se trata de
un servicio a la verdad. El periodismo peca contra la veracidad cuando
presenta noticias falsas, cuando exagera la magnitud de los hechos o
cuando, por el contrario, los presenta parcializados, recortados
(manifestándolos, pues, sin rigor de verdad). Cuando la información
contiene datos falsos o inducen a error sobre la fama u honestidad de
alguna persona, se torna calumniosa, y es un pecado gravísimo por
la magnitud y extensión que alcanza la información en nuestros días.
Pecan contra el octavo mandamiento que dice: ‘no levantarás falso
testimonio contra tu prójimo’ (Ex 20,16). El libro de los Proverbios
menciona entre ‘las seis cosas que odia Yavé': ‘…la lengua mentirosa,…
el testigo falso que profiere mentira,… y quien siembra discordias entre
hermanos’ (Prov 6,16). Y el Eclesiástico afirma: ‘maldito el charlatán y
de doble lengua, pues ha perdido a muchos que vivían en paz… Muchos han
caído a filo de espada, mas no tantos como cayeron por la lengua’ (Eclo
28,13.18). Jesucristo afirmó que la mentira es una obra diabólica:
‘Vuestro padre es el diablo… porque no hay verdad en él; cuando dice
mentira, dice lo que le sale de dentro, porque es mentiroso y padre de
la mentira’ (Jn 8,44).
Se torna, así, en un poder destructivo, sembrador de
discordias, un poder que socava la confianza entre los hombres y rompe
el tejido de las relaciones sociales y es, muchas veces, causa de
desesperación por parte de los inocentes que no pueden defenderse con la
misma eficacia con que son atacados. El periodista es responsable de
sus actos tanto si divulga falsa información conociendo su falsedad,
cuanto si divulga información injuriosa sin la certeza de su veracidad.
No puede, para ello, justificarse diciendo que simplemente ‘recoge el
testimonio de fuentes autorizadas (?)’, o ‘se hace eco de opiniones
difundidas’, o remitiendo la responsabilidad ‘al autor de las
declaraciones’. La divulgación (es decir, el hecho de que
tal noticia se divulgue) es obra y responsabilidad del que la transmite;
un viejo dicho dice: ‘es ladrón no sólo el que roba sino también el que
le tiene la bolsa para que eche en ella las cosas robadas’. Las
obligaciones que recaen sobre quien obra de dicho modo son las propias
de toda reparación en justicia, y tal reparación no se limita a la
difusión de la verdad contraria a la calumnia sino a la reparación de los dañoscausados
por ella aunque sólo hayan sido previstos (no intentados directamente) o
previsibles (no previstos de hecho pero de tal naturaleza que toda
persona del oficio debería haberlos previsto); y estos, generalmente, no
se limitan a la pérdida de la fama, sino que pueden ir más lejos
afectando a una persona en sus relaciones laborales, en su posición
económica, etc. A veces, la responsabilidad pueden alcanzar dimensiones
terribles; baste recordar el clamoroso caso del ministro de trabajo del
Gobierno francés, Robert Boulin, quien se quitó la vida el 29 de
noviembre de 1979, al no poder soportar las difamaciones sobre su
persona divulgadas despiadadamente por la prensa francesa.
¿Qué decir cuando la noticia divulgada es verdadera
pero perjudicial para la reputación de alguna persona? Es cierto que no
se trata de una calumnia. De todos modos, se han de distinguir dos casos
diversos:
a) Cuando la persona es pública (político, ecónomo,
profesor, artista, etc.) y las faltas en cuestión pueden tener
incidencia en su función pública, puede ser lícito el descubrimiento de
las mismas, si se trata de evitar a otros un daño relativamente
importante. Es condición necesaria para esto que falte el animus damnificandi,
es decir, que no se haga con intención de perjudicar a la persona
comprometida por la información sino que, por el contrario, la intención
se ordene a procurar el bien común, y la pérdida de la falsa fama sea
tan sólo tolerada. Tal es el caso de la divulgación de faltas públicas o que afecten al orden público en
aquellos personajes que pondrían en peligro el bien común (un profesor
que profesase ideas corruptoras, un político con una vida escandalosa o
con intenciones que afecten a los intereses de la patria, etc.). El
hombre público (quien elige libremente tal función con las
responsabilidades anejas) no se pertenece tan sólo a sí mismo, sino a la
comunidad ante la cual decide asumir responsabilidades y, muchas veces,
sobre la cual refulge como modelo. Es esta actuación, líbremente
asumida o aceptada, la que impone sobre él graves deberes que no puede
eludir. En cambio, cuando se trata simplemente de poner en relieve la
vida escandalosa de personajes famosos sin ningún juicio crítico o, peor
aún, presentándolos paradigmáticamente (como se suele hacer con actores
y actríces, cuando se muestra con bombos y platillos sus vidas y
costumbres licenciosas), el daño causado a la sociedad es gravísimo: es
ocasión de escándalo (es decir, de que muchos se aparten del buen obrar
para seguir el ejemplo de los ‘arquetipos’ fabricados por este tipo de
prensa).
b) Cuando la persona es privada o se trata de faltas
privadas de una persona pública (que, por tanto, no afectan ni podrían
afectar al bien común), si bien no se trataría de una calumnia, sería
una detracción, difamación o maledicencia, y
atentaría, de todos modos, contra la justicia porque sigue en pie
aquello de que el derecho al buen nombre no se elimina aunque esté
fundado sobre una falsa fama, por lo menos mientras esto no redunde en
perjuicio para otros. Por tanto, como ya hemos dicho, cuando la fama de
la que goza alguien no es verdadera, sólo puede ser quitada por una
causa importante, justa y proporcionada. Otra razón se deriva del hecho
que la información es, teóricamente, un servicio público y por tanto
sólo debe afectar a cuestiones públicas. Cuando se ha privado a una
persona de su buena fama sin que se den tales condiciones, sólo cabe
reparar los daños causados.
Hasta aquí hemos hablado del respeto por la veracidad. Deben tenerse en cuenta también las razones de prudencia y caridad que
deben guiar la divulgación de las noticias verdaderas. Lo cortés no
quita lo valiente. Aún poniendo de manifiesto verdades dolorosas y
necesarias deben guardarse las normas de caridad que demuestren que
divulgando faltas ajenas no se ataca las personas sino el daño que ellas
pueden ocasionar al bien común por la función que ocupan en la
sociedad; y asimismo, los dictámenes de la prudencia a quien toca prever
el momento y el modo adecuado para que el ‘remedio no sea peor que la
enfermedad’.
Sería bueno recordar a todos los periodistas aquellas
palabras de Juan XXIII: ‘Trabajando por la verdad, trabajaréis también
por la fraternidad humana. Porque el error y la mentira es lo que divide
a los hombres; la verdad los aproxima. Así, pues, escogiendo
prudentemente y presentando objetivamente las noticias, cuidando de
evitar lo más posible todo lo que alimenta las pasiones o la polémica
agria y malévola, exaltando con preferencia los valores positivos, lo
que es vida, generoso esfuerzo, deseo de perfeccionamiento,
convergencias de esfuerzos hacia el bien común, es como se favorece la
unión, la concordia, la verdadera paz’[2].
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