22 de julio
Dice Jesús:
«Continuamos con la referencia entre el pasado y el presente, que en el eterno ser de
Dios es siempre "presente". Y hoy te haré mirar lo que está más cerca de tu corazón.
Yo no niego el amor de Patria. Yo, el eterno Hijo de Dios, hecho hombre, he tenido una
Patria y la he amado con amor perfecto. He amado a mi Patria terrena, hubiera querido
saberla digna de la protección de Dios y, sabiéndola en cambio indigna, he llorado sobre ella.
Por eso entiendo el dolor de un corazón leal que ve la Patria no sólo en peligro, sino
condenada a días de un dolor tal que respecto a él la muerte es un don.
Pero dime, María, ¿vosotros podéis decir que Yo no he amado a esta tierra que es vuestra
patria y a la cual envié a mi Pedro para erigiros la Piedra que no se derrumbará con el soplar
de los vientos; esta tierra a la que, en un momento de cautela humana, Yo vine para
confirmar a Pedro en el martirio, porque esa sangre se necesitaba en Roma para hacer de
Roma el centro de la Catolicidad?
¿Podéis decir que Yo no he amado a esta tierra en la que mis confesores cayeron a
manojos como espigas de un grano eterno, segadas por un Eterno Segador, para hacer de
ello nutrición para vuestro espíritu?
¿Podéis decir que Yo no he amado a esta tierra a la que he traído las reliquias de mi vida
y de mi muerte: la casa de Nazaret donde fui concebido en un abrazo de luminoso ardor
entre el Divino Espíritu y la Virgen, y la Sábana Santa donde el sudor de mi Muerte ha
impreso el signo de mi dolor, sufrido por la humanidad?
¿Podéis decir que Yo no he amado a esta tierra en la que han florecido los más grandes
santos, los semejantes a Mí por el don de las heridas, los que no han tenido velos para ver
nuestra Esencia, los que ayudados por Mí, han creado obras que repiten a lo largo de los
siglos el milagro del pan y del pez multiplicados para las necesidades del hombre?
¿Podéis decir que Yo no he amado a esta tierra a la que he dado tantos genios, tantas
victorias, tanta gloria, tanta belleza de cielo, de tierra, de mar, de flores, de montes, de
bosques?
¿Podéis decir que Yo no he amado a esta tierra ayudándoos para haceros libres y
unidos? En las guerras contra enemigos diez veces mayores que vosotros, en empresas
locas, a juicio humano, Yo estaba con mis ángeles entre vuestras tropas. Era Yo, era Yo que
iluminaba a los caudillos, que protegía a los secuaces, que evitaba las traiciones, que os
daba Victoria y Paz. Era Yo que os daba la alegría de la conquista, cuando ésta no era obra
de prepotencia, sino que podía ser obra de civilización, o de redención de vuestras tierras de
un dominio extranjero.
¿Podéis decir que Yo no os he concedido la Paz más necesaria: la de mi Iglesia que
vuestros padres habían ofendido y que ha perdonado para que Italia fuera realmente una y
grande?
¿Y no he venido a daros agua para las mieses sedientas, sol para los campos mojados,
salud en las epidemias?
¿Y no os he dado la Voz que habla en mi Nombre, que os habla a vosotros antes que a
los demás, porque también en mi Vicario, Pastor universal, está el amor de Patria, y mi
Vicario desde hace siglos es italiano? Desde el corazón de Italia se expande la Voz sobre el
mundo y vosotros recibís la onda antes, incluso la más leve.
¿Y para qué ha servido todo esto?
115 Habéis prevaricado. Habéis creído que todo era lícito porque neciamente habéis pensado
que teníais a Dios a vuestro servicio. Habéis pensado que mi Justicia avalase vuestras
culpas, vuestras prepotencias, vuestra idolatría. Cuanto más bueno y longánime era Dios,
más os aprovechabais de Él. Sistemáticamente habéis rechazado el Bien y abrazado el Mal
convirtiéndolo en culto.
¿Entonces? ¿De qué os quejáis?
Pero el "abominio de la desolación" ¿no está acaso prácticamente a las puertas de la
sede de Pedro? ¿No impulsa sus ondas fétidas de vicio, concupiscencia, fraude, idolatría del
sentido, de las riquezas injustas, del poder ladrón y rapaz, contra los propios escalones de la
Cátedra de Pedro? ¿Qué más queréis?
Leed con atención las palabras de Juan y no pidáis saber más.
De Dios nadie se mofa y no se le tienta, ¡oh hijos! Y vosotros le habéis tentado mucho y le
tentáis continuamente. En el interior de vuestras almas, de vuestras mentes, de vuestros
cuerpos, en el interior de vuestras casas, en el interior de vuestras instituciones. Por todas
partes lo tentáis y os burláis de Él.
Mis ángeles se cubren el rostro para no ver vuestro comercio con Satanás y sus
precursores. Pero Yo lo veo y digo: ¡Basta!
Si Jerusalén fue castigada por sus delitos ¿no lo será acaso la segunda Jerusalén que
después de 20 siglos de cristianismo alza, sobre altares falaces, nuevos dioses impuestos
por amos aún más signados con el signo de la Bestia de cuanto no lo seáis vosotros, los de
Italia, y cree que engaña a Cristo con un fingido presente a su Cruz y a su Iglesia, seguido
tan sólo de refinada hipocresía que esconde, bajo la sonrisa y la reverencia, la espada del
sicario?
Sí. Llevad a cabo el último delito. Perseguidme en mis Pontífices y en mis fieles
verdaderos. Pero hacedlo abiertamente y hacedlo pronto. También pronto Yo proveeré.
Hablar así es doloroso, y hablar a los que son menos culpables. Pero en los otros no
tengo oídos que me oigan. Caen y caerán maldiciéndome. ¡Si al menos, si al menos bajo los
azotes del flagelo, en la agonía que oprime corazones y patria, supieran convertirse y pedir
piedad!
Pero no lo harán. Y no habrá piedad. La piedad plena que quisiera daros. Son demasiado
pocos quienes la merecen, respecto de los infinitos que desmerecen hora tras hora cada vez
más. Si los buenos fueran un décimo de los malvados, lo que está signado podría tener
alguna modificación. En cambio la justicia sigue su curso. Vosotros sois quienes la obligáis a
seguirlo.
Pero si no habrá ya piedad colectiva, habrá justicia individual. Quienes se mortifican a sí
mismos por amor a la patria y a los hermanos serán juzgados con inmenso amor. Los otros
con rigor. En cuanto a los mayores culpables, hubiera sido mejor para ellos no haber nacido.
Ni una gota de sangre arrebatada a las venas de los hombres, ni un gemido, ni un luto, ni
una desesperación arrebatada a un corazón, ni un alma raptada a Dios, quedará sin peso en
su juicio.
Perdonaré a los humildes que pueden desesperarse ante el horror de los acontecimientos.
Pero no perdonaré a quienes les han inducido a la desesperación obedeciendo a los deseos
de la Bestia».
Fuente: Cuaderno del año 1943, Marìa Valtorta
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