CARTA DEL S.S. JUAN PABLO II
A TODOS LOS OBISPOS DE LA IGLESIA
SOBRE EL MISTERIO Y EL CULTO DE LA EUCARISTÍA
24 de febrero de 1980
A TODOS LOS OBISPOS DE LA IGLESIA
SOBRE EL MISTERIO Y EL CULTO DE LA EUCARISTÍA
24 de febrero de 1980
Venerados y queridos
Hermanos:
1. También este año,
os dirijo a vosotros, para el próximo Jueves Santo, una carta que tiene una relación
inmediata con la que habéis recibido el año pasado, en la misma ocasión, junto con la
Carta para los sacerdotes. Deseo ante todo agradeceros cordialmente que hayáis acogido
mis cartas precedentes con aquel espíritu de unidad que el Señor ha establecido entre
nosotros y que hayáis transmitido a vuestro Presbiterio los pensamientos que deseaba
expresar al principio de mi pontificado.
Durante la Liturgia
Eucarística del Jueves Santo, habéis renovado -junto con vuestros sacerdotes- las
promesas y compromisos asumidos en el momento de la ordenación. Muchos de vosotros,
venerados y queridos Hermanos, me lo habéis comunicado después, añadiendo palabras de
agradecimiento personal y mandando a veces las de vuestro propio Presbiterio. Además,
muchos sacerdotes han manifestado su alegría, tanto por el carácter profundo y solemne
del Jueves Santo, en cuanto "fiesta anual de los sacerdotes", como por la
importancia de los problemas tratados en la Carta a ellos dirigida.
Tales respuestas forman
una rica colección que, una vez más, indican cuán querida es para la gran mayoría del
Presbiterio de la Iglesia católica la senda de la vida sacerdotal por la que esta Iglesia
camina desde hace siglos, cuán amada y estimada es para los sacerdotes y cómo desean
proseguirla en el futuro.
He de añadir aquí que
en la Carta a los sacerdotes han hallado eco solamente algunos problemas, como ya se ha
señalado claramente al principio de la misma[1]. Además ha sido puesto principalmente de
relieve el carácter pastoral del ministerio sacerdotal, lo cual no significa ciertamente
que no hayan sido tenidos también en cuenta aquellos grupos de sacerdotes que no
desarrollan una actividad directamente pastoral. A este propósito quiero recordar una vez
más el magisterio del Concilio Vaticano II, así como las enunciaciones del Sínodo de
los Obispos del 1971.
El carácter pastoral
del ministerio sacerdotal no deja de acompañar la vida de cada sacerdote, aunque las
tareas cotidianas que desarrolla no estén orientadas explícitamente a la pastoral de los
sacramentos. En este sentido, la Carta dirigida a los sacerdotes con ocasión del Jueves
Santo iba dirigida a todos sin excepción, aunque, como he insinuado antes, ella no haya
tratado todos los problemas de la vida y actividad de los sacerdotes. Creo útil y
oportuna tal aclaración el principio de esta Carta.
I. EL MISTERIO
EUCARÍSTICO EN LA VIDA DE LA IGLESIA Y DEL SACERDOTE
II. SACRALIDAD DE LA EUCARISTÍA Y SACRIFICIO
III. LAS DOS MESAS DEL SEÑOR Y EL BIEN COMÚN DE LA IGLESIA
CONCLUSIÓN
II. SACRALIDAD DE LA EUCARISTÍA Y SACRIFICIO
III. LAS DOS MESAS DEL SEÑOR Y EL BIEN COMÚN DE LA IGLESIA
CONCLUSIÓN
I
EL MISTERIO EUCARÍSTICO
EN LA VIDA DE LA IGLESIA Y DEL SACERDOTE
•Eucaristía y
sacerdocio
•Culto del misterio eucarístico
•Eucaristía e Iglesia
•Eucaristía y caridad
•Eucaristía y prójimo
•Eucaristía y vida
•Culto del misterio eucarístico
•Eucaristía e Iglesia
•Eucaristía y caridad
•Eucaristía y prójimo
•Eucaristía y vida
Eucaristía y
sacerdocio
2. La Carta presente
que dirijo a vosotros, venerados y queridos Hermanos en el Episcopado, -y que, como he
dicho, es en cierto modo una continuación de la precedente- está también en estrecha
relación con el misterio del Jueves Santo y asimismo con el sacerdocio. En efecto, quiero
dedicarla a la Eucaristía y, más en concreto, a algunos aspectos del misterio
eucarístico y de su incidencia en la vida de quien es su ministro. Por ello los directos
destinatarios de esta Carta sois vosotros, Obispos de la Iglesia; junto con vosotros,
todos los Sacerdotes; y, según su orden, también los Diáconos.
En realidad, el
sacerdocio ministerial o jerárquico, el sacerdocio de los Obispos y de los Presbíteros
y, junto a ellos, el ministerio de los Diáconos -ministerios que empiezan normalmente con
el anuncio del evangelio- están en relación muy estrecha con la Eucaristía. Esta es la
principal y central razón de ser del Sacramento del sacerdocio, nacido efectivamente en
el momento de la institución de la Eucaristía y a la vez que ella[2]. No sin razón las
palabras "Haced esto en conmemoración mía" son pronunciadas inmediatamente
después de las palabras de la consagración eucarística y nosotros las repetimos cada
vez que celebramos el Santo Sacrificio[3].
Mediante nuestra
ordenación -cuya celebración está vinculada a la Santa Misa desde el primer testimonio
litúrgico[4]- nosotros estamos unidos de manera singular y excepcional a la Eucaristía.
Somos, en cierto sentido, "por ella" y "para ella". Somos, de modo
particular, responsables "de ella", tanto cada sacerdote en su propia comunidad
como cada obispo en virtud del cuidado que debe a todas las comunidades que le son
encomendadas, por razón de la "sollicitudo omnium ecclesiarum" de la que habla
San Pablo[5]. Está pues encomendado a nosotros, obispos y sacerdotes, el gran
"Sacramento de nuestra fe", y si él es entregado también a todo el Pueblo de
Dios, a todos los creyentes en Cristo, sin embargo se nos confía a nosotros la
Eucaristía también "para" los otros, que esperan de nosotros un particular
testimonio de veneración y de amor hacia este Sacramento, para que ellos puedan
igualmente ser edificados y vivificados "para ofrecer sacrificios
espirituales"[6].
De esta manera nuestro
culto eucarístico, tanto en la celebración de la Misa como en lo referente al Stmo.
Sacramento, es como una corriente vivificante, que une nuestro sacerdocio ministerial o
jerárquico al sacerdocio común de los fieles y lo presenta en su dimensión vertical y
con su valor central. El sacerdote ejerce su misión principal y se manifiesta en toda su
plenitud celebrando la Eucaristía[7], y tal manifestación es más completa cuando él
mismo deja traslucir la profundidad de este misterio, para que sólo el resplandezca en
los corazones y en las conciencias humanas a través de su ministerio. Este es el
ejercicio supremo del "sacerdocio real", la "fuente y cumbre de toda la
vida cristiana"[8].
Culto del misterio
eucarístico
3. Tal culto está
dirigido a Dios Padre por medio de Jesucristo en el Espíritu Santo. Ante todo al Padre,
como afirma el evangelio de San Juan: "Porque tanto amó Dios al mundo, que le dio su
unigénito Hijo, para que todo el que crea en El no perezca, sino que tenga la vida
eterna"[9].
Se dirige también en
el Espíritu Santo a aquel Hijo encarnado, según la economía de salvación, sobre todo
en aquel momento de entrega suprema y de abandono total de sí mismo, al que se refieren
las palabras pronunciadas en el cenáculo: "esto es mi Cuerpo, que será entregado
por vosotros"... "éste es el cáliz de mi Sangre... que será derramada por
vosotros"[10]. La aclamación litúrgica: "Anunciamos tu muerte" nos hace
recordar aquel momento. Al proclamar a la vez su resurrección, abrazamos en el mismo acto
de veneración a Cristo resucitado y glorificado "a la derecha del Padre", así
como la perspectiva de su "venida con gloria". Sin embargo, es su anonadamiento
voluntario, agradable al Padre y glorificado con la resurrección, lo que, al ser
celebrado sacramentalmente junto con la resurrección, nos lleva a la adoración del
Redentor que "se humilló, haciéndose obediente hasta la muerte, y muerte de
cruz"[11].
Esta adoración nuestra
contiene otra característica particular: está compenetrada con la grandeza de esa Muerte
Humana, en la que el mundo, es decir, cada uno de nosotros, es amado "hasta el
fin"[12]. Así pues, ella es también una respuesta que quiere corresponder a aquel
Amor inmolado que llega hasta la muerte en la cruz: es nuestra "Eucaristía", es
decir, nuestro agradecimiento, nuestra alabanza por habernos redimido con su muerte y
hecho participantes de su vida inmortal mediante su resurrección.
Tal culto, tributado
así a la Trinidad: Padre, Hijo y Espíritu Santo, acompaña y se enraíza ante todo en la
celebración de la liturgia eucarística. Pero debe asimismo llenar nuestros templos,
incluso fuera del horario de las Misas. En efecto, dado que el misterio eucarístico ha
sido instituido por amor y nos hace presente sacramentalmente a Cristo, es digno de
acción de gracias y de culto. Este culto debe manifestarse en todo encuentro nuestro con
el Santísimo Sacramento, tanto cuando visitamos las iglesias como cuando las sagradas
Especies son llevadas o administradas a los enfermos.
La adoración a Cristo
en este sacramento de amor debe encontrar expresión en diversas formas de devoción
eucarística: plegarias personales ante el Santísimo, horas de adoración, exposiciones
breves, prolongadas, anuales (las cuarenta horas), bendiciones eucarísticas, procesiones
eucarísticas, Congresos eucarísticos[13]. A este respecto merece una mención particular
la solemnidad del "Corpus Christi" como acto de culto público tributado a
Cristo presente en la Eucaristía, establecida por mi Predecesor Urbano IV en recuerdo de
la institución de este gran Misterio[14]. Todo ello corresponde a los principios
generales y a las normas particulares existentes desde hace tiempo y formuladas de nuevo
durante o después del Concilio Vaticano II[15].
La animación y
robustecimiento del culto eucarístico son una prueba de esa auténtica renovación que el
Concilio se ha propuesto y de la que es el punto central. Esto, venerados y queridos
Hermanos, merece una reflexión aparte. La Iglesia y el mundo tienen una gran necesidad
del culto eucarístico. Jesús nos espera en este Sacramento del Amor. No escatimemos
tiempo para ir a encontrarlo en la adoración, en la contemplación llena de fe y abierta
a reparar las graves faltas y delitos del mundo. No cese nunca nuestra adoración.
Eucaristía e Iglesia
4. Gracias al Concilio
nos hemos dado cuenta, con mayor claridad, de esta verdad: como la Iglesia "hace la
Eucaristía" así "la Eucaristía construye" la Iglesia[16]; esta verdad
está estrechamente unida al misterio del Jueves Santo. La Iglesia ha sido fundada, en
cuanto comunidad nueva del Pueblo de Dios, sobre la comunidad apostólica de los Doce que,
en la última Cena, han participado del Cuerpo y de la Sangre del Señor bajo las especies
del pan y del vino. Cristo les había dicho: "tomad y comed"... "tomad y
bebed". Y ellos, obedeciendo este mandato, han entrado por primera vez en comunión
sacramental con el Hijo de Dios, comunión que es prenda de vida eterna. Desde aquel
momento hasta el fin de los siglos, la Iglesia se construye mediante la misma comunión
con el Hijo de Dios, que es prenda de la Pascua eterna.
Como maestros y
guardianes de la verdad salvífica de la Eucaristía, debemos, queridos y venerados
Hermanos en el Episcopado, guardar siempre y en todas partes este significado y esta
dimensión del encuentro sacramental y de la intimidad con Cristo. Ellos constituyen, en
efecto, la substancia misma del culto eucarístico. El sentido de esta verdad antes
expuesta no disminuye en modo alguno, sino que facilita el carácter eucarístico de
acercamiento espiritual y de unión entre los hombres que participan en el Sacrificio, el
cual con la Comunión se convierte luego en banquete para ellos. Este acercamiento y esta
unión, cuyo prototipo es la unión de los Apóstoles en torno a Cristo durante la última
Cena, expresan y realizan la Iglesia.
Pero ella no se realiza
sólo mediante el hecho de la unión entre los hombres a través de la experiencia de la
fraternidad a la que da ocasión el banquete eucarístico. La Iglesia se realiza cuando en
aquella unión y comunión fraternas, celebramos el sacrificio de la cruz de Cristo,
cuando anunciamos "la muerte del Señor hasta que El venga"[17], y luego cuando,
compenetrados profundamente en el misterio de nuestra salvación, nos acercamos
comunitariamente a la mesa del Señor, para nutrirnos sacramentalmente con los frutos del
Santo Sacrificio propiciatorio. En la Comunión eucarística recibimos pues a Cristo, a
Cristo mismo; y nuestra unión con El, que es don y gracia para cada uno, hace que nos
asociemos en El a la unidad de su Cuerpo, que es la Iglesia.
Solamente de esta
manera, mediante tal fe y disposición de ánimo, se realiza esa construcción de la
Iglesia, que, según la conocida expresión del Concilio Vaticano II, halla en la
Eucaristía la "fuente y cumbre de toda la vida cristiana"[18]. Esta verdad, que
por obra del mismo Concilio ha recibido un nuevo y vigoroso relieve[19], debe ser tema
frecuente de nuestras reflexiones y de nuestra enseñanza. Nútrase de ella toda actividad
pastoral, sea también alimento para nosotros mismos y para todos los sacerdotes que
colaboran con nosotros, y finalmente para todas las comunidades encomendadas a nuestro
cuidado. En esta praxis ha de revelarse, casi a cada paso, aquella estrecha relación que
hay entre la vitalidad espiritual y apostólica de la Iglesia y la Eucaristía, entendida
en su significado profundo y bajo todos los puntos de vista[20].
Eucaristía y caridad
5. Antes de pasar a
observaciones más detalladas sobre el tema de la celebración del Santo Sacrificio, deseo
recordar brevemente que el culto eucarístico constituye el alma de toda la vida
cristiana. En efecto, si la vida cristiana se manifiesta en el cumplimiento del principal
mandamiento, es decir, en el amor a Dios y al prójimo, este amor encuentra su fuente
precisamente en el Santísimo Sacramento, llamado generalmente Sacramento del amor.
La Eucaristía
significa esta caridad, y por ello la recuerda, la hace presente y al mismo tiempo la
realiza. Cada vez que participamos en ella de manera consciente, se abre en nuestra alma
una dimensión real de aquel amor inescrutable que encierra en sí todo lo que Dios ha
hecho por nosotros los hombres y que hace continuamente, según las palabras de Cristo:
"Mi Padre sigue obrando todavía, y por eso obro yo también"[21]. Junto con
este don insondable y gratuito, que es la caridad revelada hasta el extremo en el
sacrificio salvífico del Hijo de Dios -del que la Eucaristía es señal indeleble- nace
en nosotros una viva respuesta de amor. No sólo conocemos el amor, sino que nosotros
mismos comenzamos a amar. Entramos, por así decirlo, en la vía del amor y progresamos en
este camino. El amor que nace en nosotros de la Eucaristía, se desarrolla gracias a ella,
se profundiza, se refuerza.
El culto eucarístico
es, pues, precisamente expresión de este amor, que es la característica auténtica y
más profunda de la vocación cristiana. Este culto brota del amor y sirve al amor, al
cual todos somos llamados en Cristo Jesús[22]. Fruto vivo de este culto es la perfección
de la imagen de Dios que llevamos en nosotros, imagen que corresponde a la que Cristo nos
ha revelado. Convirtiéndonos así en adoradores del Padre "en espíritu y
verdad"[23], maduramos en una creciente unión con Cristo, estamos cada vez más
unidos a El y -si podemos emplear esta expresión- somos más solidarios con El.
La doctrina de la
Eucaristía, "signo de unidad" y "vínculo de caridad", enseñada por
San Pablo[24], ha sido luego profundizada en los escritos de tantos santos, que son para
nosotros un ejemplo vivo de culto eucarístico. Hemos de tener siempre esta realidad ante
los ojos y, al mismo tiempo, debemos esforzarnos continuamente para que también nuestra
generación añada a esos maravillosos ejemplos del pasado otros ejemplos nuevos, no menos
vivos y elocuentes, que reflejen la época a la que pertenecemos.
Eucaristía y prójimo
6. El auténtico
sentido de la Eucaristía se convierte de por sí en escuela de amor activo al prójimo.
Sabemos que es éste el orden verdadero e integral del amor que nos ha enseñado el
Señor: "En esto conoceréis todos que sois mis discípulos: si tenéis amor unos
para con otros"[25]. La Eucaristía nos educa para este amor de modo más profundo;
en efecto, demuestra qué valor debe de tener a los ojos de Dios todo hombre, nuestro
hermano y hermana, si Cristo se ofrece a sí mismo de igual modo a cada uno, bajo las
especies de pan y de vino. Si nuestro culto eucarístico es auténtico, debe hacer
aumentar en nosotros la conciencia de la dignidad de todo hombre. La conciencia de esta
dignidad se convierte en el motivo más profundo de nuestra relación con el prójimo.
Asimismo debemos
hacernos particularmente sensibles a todo sufrimiento y miseria humana, a toda injusticia
y ofensa, buscando el modo de repararlos de manera eficaz. Aprendamos a descubrir con
respeto la verdad del hombre interior, porque precisamente este interior del hombre se
hace morada de Dios presente en la Eucaristía. Cristo viene a los corazones y visita las
conciencias de nuestros hermanos y hermanas. ¡Cómo cambia la imagen de todos y cada uno,
cuando adquirimos conciencia de esta realidad, cuando la hacemos objeto de nuestras
reflexiones! El sentido del Misterio eucarístico nos impulsa al amor al prójimo, al amor
a todo hombre[26].
Eucaristía y vida
7. Siendo pues fuente
de caridad, la Eucaristía ha ocupado siempre el centro de la vida de los discípulos de
Cristo. Tiene el aspecto de pan y de vino, es decir, de comida y de bebida; por lo mismo
es tan familiar al hombre, y está tan estrechamente vinculada a su vida, como lo están
efectivamente la comida y la bebida. La veneración a Dios que es Amor nace del culto
eucarístico de esa especie de intimidad en la que el mismo, análogamente a la comida y a
la bebida, llena nuestro ser espiritual, asegurándole, al igual que ellos, la vida. Tal
veneración "eucarística" de Dios corresponde pues estrictamente a sus planes
salvíficos. El mismo, el Padre, quiere que los "verdaderos adoradores"[27] lo
adoren precisamente así, y Cristo es intérprete de este querer con sus palabras a la vez
que con este sacramento, en el cual nos hace posible la adoración al Padre, de la manera
más conforme a su voluntad.
De tal concepción del
culto eucarístico brota todo el estilo sacramental de la vida del cristiano. En efecto,
conducir una vida basada en los sacramentos, animada por el sacerdocio común, significa
ante todo por parte del cristiano, desear que Dios actúe en él para hacerle llegar en el
Espíritu "a la plena madurez de Cristo"[28]. Dios, por su parte, no lo toca
solamente a través de los acontecimientos y con su gracia interna, sino que actúa en
él, con mayor certeza y fuerza, a través de los sacramentos. Ellos dan a su vida un
estilo sacramental.
Ahora bien, entre todos
los sacramentos, es el de la Santísima Eucaristía el que conduce a plenitud su
iniciación de cristiano y confiere al ejercicio del sacerdocio común esta forma
sacramental y eclesial que lo pone en conexión -como hemos insinuado anteriormente-[29]
con el ejercicio del sacerdocio ministerial. De este modo el culto eucarístico es centro
y fin de toda la vida sacramental[30]. Resuenan continuamente en él, como un eco
profundo, los sacramentos de la iniciación cristiana: Bautismo y Confirmación. ¿Dónde
está mejor expresada la verdad de que además de ser "llamados hijos de Dios",
lo "somos realmente"[31], en virtud del Sacramento del Bautismo, sino
precisamente en el hecho de que en la Eucaristía nos hacemos partícipes del Cuerpo y de
la Sangre del unigénito Hijo de Dios? Y ¿qué es lo que nos predispone mayormente a
"ser verdaderos testimonios de Cristo"[32], frente al mundo, como resultado del
Sacramento de la Confirmación, sino la comunión eucarística, en la que Cristo nos da
testimonio a nosotros y nosotros a El? Es imposible analizar aquí en sus pormenores los
lazos existentes entre la Eucaristía y los demás Sacramentos, particularmente con el
Sacramento de la vida familiar y el Sacramento de los enfermos. Acerca de la estrecha
vinculación, existente entre el Sacramento de la Penitencia y el de la Eucaristía llamé
ya la atención en la Encíclica "Redemptor hominis"[33]. No es solamente la
Penitencia la que conduce a la Eucaristía, sino que también la Eucaristía lleva a la
Penitencia. En efecto, cuando nos damos cuenta de Quien es el que recibimos en la
Comunión eucarística, nace en nosotros casi espontáneamente un sentido de indignidad,
junto con el dolor de nuestros pecados y con la necesidad interior de purificación.
No obstante debemos
vigilar siempre, para que este gran encuentro con Cristo en la Eucaristía no se convierta
para nosotros en un acto rutinario y a fin de que no lo recibamos indignamente, es decir,
en estado de pecado mortal. La práctica de la virtud de la penitencia y el sacramento de
la Penitencia son indispensables a fin de sostener en nosotros y profundizar continuamente
el espíritu de veneración, que el hombre debe a Dios mismo y a su Amor tan
admirablemente revelado.
Estas palabras
quisieran presentar algunas reflexiones generales sobre el culto del Misterio
eucarístico, que podrían ser desarrolladas más larga y ampliamente. Concretamente, se
podría enlazar cuanto se dijo acerca de los efectos de la Eucaristía sobre el amor por
el hombre con lo que hemos puesto de relieve ahora sobre los compromisos contraídos para
con el hombre y la Iglesia en la comunión eucarística, y consiguientemente delinear la
imagen de la "tierra nueva"[34] que nace de la Eucaristía a través de todo
"hombre nuevo"[35].
Efectivamente en este
Sacramento del pan y del vino, de la comida y de la bebida, todo lo que es humano sufre
una singular transformación y elevación. El culto eucarístico no es tanto culto de la
trascendencia inaccesible, cuanto de la divina condescendencia y es a su vez
transformación misericordiosa y redentora del mundo en el corazón del hombre. Recordando
todo esto, sólo brevemente, deseo, no obstante la concisión, crear un contexto más
amplio para las cuestiones que deberé tratar enseguida: ellas están estrechamente
vinculadas a la celebración del Santo Sacrificio. En efecto, en esta celebración se
expresa de manera más directa el culto de la Eucaristía. Este emana del corazón como
preciosísimo homenaje inspirado por la fe, la esperanza y la caridad, infundidas en
nosotros en el Bautismo. Es precisamente de ella, venerados y queridos Hermanos en el
Episcopado, sacerdotes y diáconos, de lo que quiero escribiros en esta Carta, a la que la
Sagrada Congregación para los Sacramentos y el Culto Divino hará seguir indicaciones
más concretas.
II
SACRALIDAD DE LA
EUCARISTÍA Y SACRIFICIO
•Sacralidad
•Sacrificio
•Sacrificio
Sacralidad
8. La celebración de
la Eucaristía, comenzando por el cenáculo y por el Jueves Santo, tiene una larga
historia propia, larga cuanto la historia de la Iglesia. En el curso de esta historia los
elementos secundarios han sufrido ciertos cambios; no obstante, ha permanecido inmutada la
esencia del "Mysterium", instituido por el Redentor del mundo, durante la
última cena. También el Concilio Vaticano II ha aportado algunas modificaciones, en
virtud de las cuales la liturgia actual de la Misa se diferencia en cierto sentido de la
conocida antes del Concilio. No pensamos hablar de estas diferencias; por ahora conviene
que nos detengamos en lo que es esencial e inmutable en la liturgia eucarística.
Y con este elemento
está estrechamente vinculado el carácter de "sacrum" de la Eucaristía, esto
es, de acción santa y sagrada. Santa y sagrada, porque en ella está continuamente
presente y actúa Cristo, "el Santo" de Dios[36], "ungido por el Espíritu
Santo"[37], "consagrado por el Padre"[38], para dar libremente y recobrar
su vida[39], "Sumo Sacerdote de la Nueva Alianza"[40]. Es El, en efecto, quien,
representado por el celebrante, hace su ingreso en el santuario y anuncia su evangelio. Es
El "el oferente y el ofrecido, el consagrante y el consagrado"[41]. Acción
santa y sagrada, porque es constitutiva de las especies sagradas, del "Sancta
sanctis", es decir, de las "cosas santas -Cristo el Santo- dadas a los
santos", como cantan todas las liturgias de Oriente en el momento en que se alza el
pan eucarístico para invitar a los fieles a la Cena del Señor. El "Sacrum" de
la Misa no es por tanto una "sacralización", es decir, una añadidura del
hombre a la acción de Cristo en el cenáculo, ya que la Cena del Jueves Santo fue un rito
sagrado, liturgia primaria y constitutiva, con la que Cristo, comprometiéndose a dar la
vida por nosotros, celebró sacramentalmente, El mismo, el misterio de su Pasión y
Resurrección, corazón de toda Misa. Derivando de esta liturgia, nuestras Misas revisten
de por sí una forma litúrgica completa, que, no obstante esté diversificada según las
familias rituales, permanece sustancialmente idéntica. El "Sacrum" de la Misa
es una sacralidad instituida por Cristo. Las palabras y la acción de todo sacerdote, a
las que corresponde la participación consciente y activa de toda la asamblea
eucarística, hacen eco a las del Jueces Santo.
El sacerdote ofrece el
Santo Sacrificio "in persona Christi", lo cual quiere decir más que "en
nombre", o también "en vez" de Cristo. "In persona": es decir,
en la identificación específica, sacramental con el "Sumo y Eterno
Sacerdote"[42], que es el Autor y el Sujeto principal de este su propio Sacrificio,
en el que, en verdad, no puede ser sustituido por nadie. Solamente El, solamente Cristo,
podía y puede ser siempre verdadera y efectiva "propitiatio pro peccatis nostris...
sed etiam totius mundi"[43]. Solamente su sacrificio, y ningún otro, podía y puede
tener "fuerza propiciatoria" ante Dios, ante la Trinidad, ante su trascendental
santidad. La toma de conciencia de esta realidad arroja una cierta luz sobre el carácter
y sobre el significado del sacerdote-celebrante que, llevando a efecto el Santo Sacrificio
y obrando "in persona Christi", es introducido e inserido, de modo sacramental
(y al mismo tiempo inefable), en este estrictísimo "Sacrum", en el que a su vez
asocia espiritualmente a todos los participantes en la asamblea eucarística.
Ese "Sacrum",
actuado en formas litúrgicas diversas, puede prescindir de algún elemento secundario,
pero no puede ser privado de ningún modo de su sacralidad y sacramentalidad esenciales,
porque fueron queridas por Cristo y transmitidas y controladas por la Iglesia. Ese
"Sacrum" no puede tampoco ser instrumentalizado para otros fines. El misterio
eucarístico, desgajado de su propia naturaleza sacrificial y sacramental, deja
simplemente de ser tal. No admite ninguna imitación "profana", que se
convertiría muy fácilmente (si no incluso como norma) en una profanación. Esto hay que
recordarlo siempre, y quizá sobre todo en nuestro tiempo en el que observamos una
tendencia a brrar la distinción entre "sacrum" y "profanum", dada la
difundida tendencia general (al menos en algunos lugares) a la desacralización de todo.
En tal realidad la
Iglesia tiene el deber particular de asegurar y corroborar el "sacrum" de la
Eucaristía. En nuestra sociedad pluralista, y a veces también deliberadamente
secularizada, la fe viva de la comunidad cristiana -fe consciente incluso de los propios
derechos con respecto a todos aquellos que no comparten la misma fe- garantiza a este
"sacrum" el derecho de ciudadanía. El deber de respetar la fe de cada uno es al
mismo tiempo correlativa al derecho natural y civil de la libertad de conciencia y de
religión. La sacralidad de la Eucaristía ha encontrado y encuentra siempre expresión en
la terminología teológica y litúrgica[44]. Este sentido de la sacralidad objetiva del
Misterio eucarístico es tan constitutivo de la fe del Pueblo de Dios que con ella se ha
enriquecido y robustecido[45]. Los ministros de la Eucaristía deben por tanto, sobre todo
en nuestros días, ser iluminados por la plenitud de esta fe viva, y a la luz de ella
deben comprender y cumplir todo lo que forma parte de su ministerio sacerdotal, por
voluntad de Cristo y de su Iglesia.
Sacrificio
9. La Eucaristía es
por encima de todo un sacrificio: sacrificio de la Redención y al mismo tiempo sacrificio
de la Nueva Alianza[46], como creemos y como claramente profesan las Iglesias Orientales:
"el sacrificio actual -afirmó hace siglos la Iglesia griega- es como aquél que un
día ofreció el Unigénito Verbo encarnado, es ofrecido (hoy como entonces) por El,
siendo el mismo y único sacrificio"[47]. Por esto, y precisamente haciendo presente
este sacrificio único de nuestra salvación, el hombre y el mundo son restituidos a Dios
por medio de la novedad pascual de la Redención. Esta restitución no puede faltar: es
fundamento de la "alianza nueva y eterna" de Dios con el hombre y del hombre con
Dios. Si llegase a faltar, se debería poner en tela de juicio bien sea la excelencia del
sacrificio de la Redención que fue perfecto y definitivo, bien sea el valor sacrificial
de la Santa Misa. Por tanto la Eucaristía, siendo verdadero sacrificio, obra esa
restitución a Dios.
Se sigue de ahí que el
celebrante, en cuanto ministro del sacrificio, es el auténtico sacerdote, que lleva a
cabo -en virtud del poder específico de la sagrada ordenación- el verdadero acto
sacrificial que lleva de nuevo a los seres a Dios. En cambio todos aquellos que participan
en la Eucaristía, sin sacrificar como él, ofrecen con él, en virtud del sacerdocio
común, sus propios sacrificios espirituales, representados por el pan y el vino, desde el
momento de su presentación en el altar. Efectivamente, este acto litúrgico solemnizado
por casi todas las liturgias, "tiene su valor y su significado espiritual"[48].
El pan y el vino se convierten en cierto sentido en símbolo de todo lo que lleva la
asamblea eucarística, por sí misma, en ofrenda a Dios y que ofrece en espíritu. Es
importante que este primer momento de la liturgia eucarística, en sentido estricto,
encuentra su expresión en el comportamiento de los participantes. A esto corresponde la
llamada procesión de las ofrendas, prevista por la reciente reforma litúrgica[49] y
acompañada, según la antigua tradición, por un salmo o un cántico. Es necesario un
cierto espacio de tiempo, a fin de que todos puedan tomar conciencia de este acto,
expresado contemporáneamente por las palabras del celebrante.
La conciencia del acto
de presentar las ofrendas, debería ser mantenida durante toda la Misa. Más aún, debe
ser llevada a plenitud en el momento de la consagración y de la oblación anamnética,
tal como lo exige el valor fundamental del momento del sacrificio. Para demostrar esto
ayudan las palabras de la oración eucarística que el sacerdote pronuncia en alta voz.
Parece útil repetir aquí algunas expresiones de la tercera oración eucarística, que
manifiestan especialmente el carácter sacrificial de la Eucaristía y unen el
ofrecimiento de nuestras personas al de Cristo: "Dirige tu mirada sobre la ofrenda de
tu Iglesia, y reconoce en ella la Víctima por cuya inmolación quisiste devolvernos tu
amistad, para que fortalecidos con el Cuerpo y Sangre de tu Hijo y lleno de su Espíritu
Santo, formemos en Cristo un solo cuerpo y un solo espíritu. Que El nos transforme en
ofrenda permanente".
Este valor sacrificial
está ya expresado en cada celebración por las palabras con que el sacerdote concluye la
presentación de los dones al pedir a los fieles que oren para que "este sacrificio
mío y vuestro sea agradable a Dios, Padre todopoderoso". Tales palabras tienen un
valor de compromiso en cuanto expresan el carácter de toda la liturgia eucarística y la
plenitud de su contenido tanto divino como eclesial.
Todos los que
participan con fe en la Eucaristía se dan cuenta de que ella es "Sacrificium",
es decir, una "Ofrenda consagrada". En efecto, el pan y el vino, presentados en
el altar y acompañados por la devoción y por los sacrificios espirituales de los
participantes, son finalmente consagrados, para que se conviertan verdadera, real y
sustancialmente en el Cuerpo entregado y en la Sangre derramada de Cristo mismo. Así, en
virtud de la consagración, las especies del pan y del vino, "re-presentan"[50],
de modo sacramental e incruento, el Sacrificio cruento propiciatorio ofrecido por El en la
cruz al Padre para la salvación del mundo. El solo, en efecto, ofreciéndose como
víctima propiciatoria en un acto de suprema entrega e inmolación, ha reconciliado a la
humanidad con el Padre, únicamente mediante su sacrificio, "borrando el acta de los
decretos que nos era contraria"[51].
A este sacrificio, que
es renovado de forma sacramental sobre el altar, las ofrendas del pan y del vino, unidas a
la devoción de los fieles, dan además una contribución insustituible, ya que, mediante
la consagración sacerdotal se convierten en las sagradas Especies. Esto se hace patente
en el comportamiento del sacerdote durante la oración eucarística, sobre todo durante la
consagración, y también cuando la celebración del Santo Sacrificio y la participación
en él están acompañadas por la conciencia de que "el Maestro está ahí y te
llama"[52]. Esta llamada del Señor, dirigida a nosotros mediante su Sacrificio, abre
los corazones, a fin de que purificados en el Misterio de nuestra Redención se unan a El
en la comunión eucarística, que da a la participación en la Misa un valor maduro,
pleno, comprometedor para la existencia humana: "la Iglesia desea que los fieles no
sólo ofrezcan la hostia inmaculada, sino que aprendan a ofrecerse a sí mismos, y que de
día en día perfeccionen con la mediación de Cristo, la unión con Dios y entre sí, de
modo que sea Dios todo en todos"[53].
Es por tanto muy
conveniente y necesario que continúe poniéndose en práctica una nueva e intensa
educación, para descubrir todas las riquezas encerradas en la nueva Liturgia. En efecto,
la renovación litúrgica realizada después del Concilio Vaticano II ha dado al
sacrificio eucarístico una mayor visibilidad. Entre otras cosas, contribuyen a ello las
palabras de la oración eucarística recitadas por el celebrante en voz alta y, en
especial, las palabras de la consagración, la aclamación de la asamblea inmediatamente
después de la elevación.
Si todo esto debe
llenarnos de gozo, debemos también recordar que estos cambios exigen una nueva conciencia
y madurez espiritual, tanto por parte del celebrante -sobre todo hoy que celebra "de
cara al pueblo"- como por parte de los fieles. El culto eucarístico madura y crece
cuando las palabras de la plegaria eucarística, y especialmente las de la consagración,
son pronunciadas con gran humildad y sencillez, de manera comprensible, correcta y digna,
como corresponde a su santidad; cuando este acto esencial de la liturgia eucarística es
realizado sin prisas; cuando nos compromete a un recogimiento tal y a una devoción tal,
que los participantes advierten la grandeza del misterio que se realiza y lo manifiestan
con su comportamiento.
III
LAS DOS MESAS DEL SEÑOR
Y EL BIEN COMÚN DE LA IGLESIA
•Mesa de la
Palabra de Dios
•Mesa del Pan del Señor
•Bien común de la Iglesia
•Mesa del Pan del Señor
•Bien común de la Iglesia
Mesa de la Palabra de
Dios
10. Sabemos bien que la
celebración de la Eucaristía ha estado vinculada, desde tiempos muy antiguos, no sólo a
la oración, sino también a la lectura de la Sagrada Escritura, y al canto de toda la
asamblea. Gracias a esto ha sido posible, desde hace mucho tiempo, relacionar con la Misa
el parangón hecho por los Padres con las dos mesas, sobre las cuales la Iglesia prepara
para sus hijos la Palabra de Dios y la Eucaristía, es decir, el Pan del Señor. Debemos
pues volver a la primera parte del Sagrado Misterio que, con frecuencia, en el presente se
le llama Liturgia de la Palabra, y dedicarle un poco de atención.
La lectura de los
fragmentos de la Sagrada Escritura, escogidos para cada día, ha sido sometida por el
Concilio a criterios y exigencias nuevas[54]. Como consecuencia de tales normas
conciliares se ha hecho una nueva selección de lecturas, en las que se ha aplicado, en
cierta medida, el principio de la continuidad de los textos, y también el principio de
hacer accesible el conjunto de los Libros Sagrados. La introducción de los salmos con los
responsorios en la liturgia familiariza a los participantes con los más bellos recursos
de la oración y de la poesía del Antiguo Testamento. Además el hecho de que los
relativos textos sean leídos y cantados en la propia lengua, hace que todos puedan
participar y comprenderlos más plenamente. No faltan, sin embargo, quienes, educados
todavía según la antigua liturgia en latín, sienten la falta de esta "lengua
única", que ha sido en todo el mundo una expresión de la unidad de la Iglesia y que
con su dignidad ha suscitado un profundo sentido del Misterio Eucarístico. Hay que
demostrar pues no solamente comprensión, sino también pleno respeto hacia estos
sentimientos y deseos y, en cuanto sea posible, secundarlos, como está previsto además
en las nuevas disposiciones[55]. La Iglesia romana tiene especiales deberes, con el
latín, espléndida lengua de la antigua Roma, y debe manifestarlo siempre que se presente
ocasión.
De hecho las
posibilidades creadas actualmente por la renovación posconciliar son a menudo utilizadas
de manera que nos hacen testigos y partícipes de la auténtica celebración de la Palabra
de Dios. Aumenta también el número de personas que toman parte activa en esta
celebración. Surgen grupos de lectores y de cantores, más aún, de "scholae
cantorum", masculinas o femeninas, que con gran celo se dedican a ello. La Palabra de
Dios, la Sagrada Escritura, comienza a pulsar con nueva vida en muchas comunidades
cristianas. Los fieles, reunidos para la Liturgia, se preparan con el canto para escuchar
el Evangelio, que es anunciado con la debida devoción y amor.
Constatando todo esto
con gran estima y agradecimiento, no puede sin embargo olvidarse que una plena renovación
tiene otras exigencias. Estas consisten en una nueva responsabilidad ante la Palabra de
Dios transmitida mediante la liturgia, en diversas lenguas, y esto corresponde ciertamente
al carácter universal y a las finalidades del Evangelio. La misma responsabilidad atañe
también a la ejecución de las relativas acciones litúrgicas, la lectura o el canto, lo
cual debe responder también a los principios del arte. Para preservar estas acciones de
cualquier artificio, conviene expresar en ellas una capacidad, una sencillez y al mismo
tiempo una dignidad tales, que haga resplandecer, desde el mismo modo de leer o de cantar,
el carácter peculiar del texto sagrado.
Por tanto, estas
exigencias, que brotan de la nueva responsabilidad ante la Palabra de Dios en la
liturgia[56], llegan todavía más a lo hondo y afectan a la disposición interior con la
que los ministros de la Palabra cumplen su función en la asamblea litúrgica[57]. La
misma responsabilidad se refiere finalmente a la selección de los textos. Esa selección
ha sido ya hecha por la competente autoridad eclesiástica, que ha previsto incluso los
casos, en que se pueden escoger lecturas más adecuadas a una situación especial[58].
Además, conviene siempre recordar que en el conjunto de los textos de las Lecturas de la
Misa puede entrar sólo la Palabra de Dios. La lectura de la Escritura no puede ser
sustituida por la lectura de otros textos, aun cuando tuvieran indudables valores
religiosos y morales. Tales textos en cambio podrán utilizarse, con gran provecho, en las
homilías.
Efectivamente, la
homilía es especialmente idónea para la utilización de esos textos, con tal de que
respondan a las requeridas condiciones de contenido, por cuanto es propio de la homilía,
entre otras cosas, demostrar la convergencia entre la sabiduría divina revelada y el
noble pensamiento humano, que por distintos caminos busca la verdad.
Mesa del Pan del Señor
11. La segunda mesa del
misterio eucarístico, es decir, la mesa del Pan del Señor, exige también una adecuada
reflexión desde el punto de vista de la renovación litúrgica actual. Es éste un
problema de grandísima importancia, tratándose de un acto particular de fe viva, más
aún, como se atestigua desde los primeros siglos[59], de una manifestación de culto a
Cristo, que en la comunión eucarística se entrega a sí mismo a cada uno de nosotros, a
nuestro corazón, a nuestra conciencia, a nuestros labios y a nuestra boca, en forma de
alimento. Y por esto, en relación con ese problema, es particularmente necesaria la
vigilancia de la que habla el Evangelio, tanto por parte de los Pastores responsables del
culto eucarístico, como por parte del Pueblo de Dios, cuyo "sentido de la
fe"[60] debe ser precisamente en esto muy consciente y agudo.
Por esto, deseo confiar
también este problema al corazón de cada uno de vosotros, venerados y queridos Hermanos
en el Episcopado. Vosotros debéis sobre todo inserirlo en vuestra solicitud por todas las
Iglesias, confiadas a vosotros. Os lo pido en nombre de la unidad que hemos recibido en
herencia de los Apóstoles: la unidad colegial. Esta unidad ha nacido, en cierto sentido,
en la mesa del Pan del Señor, el Jueves Santo. Con la ayuda de vuestros Hermanos en el
sacerdocio, haced todo lo que podáis, para garantizar la dignidad sagrada del ministerio
eucarístico y el profundo espíritu de la comunión eucarística, que es un bien peculiar
de la Iglesia como Pueblo de Dios, y al mismo tiempo la herencia especial transmitida a
nosotros por los Apóstoles, por diversas tradiciones litúrgicas y por tantas
generaciones de fieles, a menudo testigos heroicos de Cristo, educados en la "escuela
de la Cruz" (Redención) y de la Eucaristía.
Conviene pues recordar
que la Eucaristía, como mesa del Pan del Señor, es una continua invitación, como se
desprende de la alusión litúrgica del celebrante en el momento del "Este es el
Cordero de Dios. Dichosos los llamados a la cena del Señor"[61] y de la conocida
parábola del Evangelio sobre los invitados al banquete de bodas[62]. Recordemos que en
esta parábola hay muchos que se excusan de aceptar la invitación por distintas
circunstancias. Ciertamente también en nuestras comunidades católicas no faltan aquellos
que podrían participar en la Comunión eucarística, y no participan, aun no teniendo en
su conciencia impedimento de pecado grave. Esa actitud, que en algunos va unida a una
exagerada severidad, se ha cambiado, a decir verdad, en nuestro tiempo, aunque en algunos
sitios se nota aún. En realidad, más frecuente que el sentido de indignidad, se nota una
cierta falta de disponibilidad interior -si puede llamarse así-, falta de
"hambre" y de "sed" eucarística, detrás de la que se esconde
también la falta de una adecuada sensibilidad y comprensión de la naturaleza del gran
Sacramento del amor.
Sin embargo, en estos
últimos años, asistimos también a otro fenómeno. Algunas veces, incluso en casos muy
numerosos, todos los participantes en la asamblea eucarística se acercan a la comunión,
pero entonces, como confirman pastores expertos, no ha habido la debida preocupación por
acercarse al sacramento de la Penitencia para purificar la propia conciencia. Esto
naturalmente puede significar que los que se acercan a la Mesa del Señor no encuentren,
en su conciencia y según la ley objetiva de Dios, nada que impida aquel sublime y gozoso
acto de su unión sacramental con Cristo. Pero puede también esconderse aquí, al menos
alguna vez, otra convicción: es decir el considerar la Misa sólo como un banquete[63],
en el que se participa recibiendo el Cuerpo de Cristo, para manifestar sobre todo la
comunión fraterna. A estos motivos se pueden añadir fácilmente una cierta
consideración humana y un simple "conformismo".
Este fenómeno exige,
por parte nuestra, una vigilante atención y un análisis teológico y pastoral, guiado
por el sentido de una máxima responsabilidad. No podemos permitir que en la vida de
nuestras comunidades se disipe aquel bien que es la sensibilidad de la conciencia
cristiana, guiada únicamente por el respeto a Cristo que, recibido en la Eucaristía,
debe encontrar en el corazón de cada uno de nosotros una digna morada. Este problema
está estrechamente relacionado no sólo con la práctica del Sacramento de la Penitencia,
sino también con el recto sentido de responsabilidad de cara al depósito de toda la
doctrina moral y de cara a la distinción precisa entre bien y mal, la cual viene a ser a
continuación, para cada uno de los participantes en la Eucaristía, base de correcto
juicio de sí mismos en la intimidad de la propia conciencia. Son bien conocidas las
palabras de San Pablo: "Examínese, pues, el hombre a sí mismo"[64]; ese juicio
es condición indispensable para una decisión personal, a fin de acercarse a la comunión
eucarística o bien abstenerse.
La celebración de la
Eucaristía nos sitúa ante muchas otras exigencias, por lo que respecta al ministerio de
la Mesa eucarística, que se refieren, en parte, tanto a los solos sacerdotes y diáconos,
como a todos los que participan en la liturgia eucarística. A los sacerdotes y a los
diáconos es necesario recordar que el servicio de la mesa del Pan del Señor les impone
obligaciones especiales, que se refieren, en primer lugar, al mismo Cristo presente en la
Eucaristía y luego a todos los actuales y posibles participantes en la Eucaristía.
Respecto al primero, no será quizás superfluo recordar las palabras del Pontifical que,
en el día de la ordenación, el Obispo dirige al nuevo sacerdote, mientras le entrega en
la patena y en el cáliz el pan y el vino ofrecidos por los fieles y preparados por el
diácono: "Accipe oblationem plebis sanctae Deo offerendam. Agnosce quod ages,
imitare quod tractabis, et vitam tuam mysterio dominicae crucis conforma"[65]. Esta
última amonestación hecha a él por el Obispo debe quedar como una de las normas más
apreciadas en su ministerio eucarístico.
En ella debe inspirarse
el sacerdote en su modo de tratar el Pan y el Vino, convertidos en Cuerpo y Sangre del
Redentor. Conviene pues que todos nosotros, que somos ministros de la Eucaristía,
examinemos con atención nuestras acciones ante el altar, en especial el modo con que
tratamos aquel Alimento y aquella Bebida, que son el Cuerpo y la Sangre de nuestro Dios y
Señor en nuestras manos; cómo distribuimos la Santa Comunión; cómo hacemos la
purificación.
Todas estas acciones
tienen su significado. Conviene naturalmente evitar la escrupulosidad, pero Dios nos
guarde de un comportamiento sin respeto, de una prisa inoportuna, de una impaciencia
escandalosa. Nuestro honor más grande consiste -además del empeño en la misión
evangelizadora- en ejercer ese misterioso poder sobre el Cuerpo del Redentor, y en
nosotros todo debe estar claramente ordenado a esto. Debemos, además, recordar siempre
que hemos sido sacramentalmente consagrados para ese poder, que hemos sido escogidos entre
los hombres y "en favor de los hombres"[66]. Debemos reflexionar sobre ello
especialmente nosotros sacerdotes de la Iglesia Romana latina, cuyo rito de ordenación
añade, en el curso de los siglos, el uso de ungir las manos del sacerdote.
En algunos Países se
ha introducido el uso de la comunicación en la mano. Esta práctica ha sido solicitada
por algunas Conferencias Episcopales y ha obtenido la aprobación de la Sede Apostólica.
Sin embargo, llegan voces sobre casos de faltas deplorables de respeto a las Especies
eucarísticas, faltas que gravan no sólo sobre las personas culpables de tal
comportamiento, sino también sobre los Pastores de la Iglesia, que hayan sido menos
vigilantes sobre el comportamiento de los fieles hacia la Eucaristía. Sucede también
que, a veces, no se tiene en cuenta la libre opción y voluntad de los que, incluso donde
ha sido autorizada la distribución de la comunión en la mano, prefieren atenerse al uso
de recibirla en la boca. Es difícil pues en el contexto de esta Carta, no aludir a los
dolorosos fenómenos antes mencionados. Escribiendo esto no quiero de ninguna manera
referirme a las personas que, recibiendo al Señor Jesús en la mano, lo hacen con
espíritu de profunda reverencia y devoción, en los Países donde esta praxis ha sido
autorizada.
Conviene sin embargo no
olvidar el deber primordial de los sacerdotes, que han sido consagrados en su ordenación
para representar a Cristo Sacerdote: por eso sus manos, como su palabra y su voluntad, se
han hecho instrumento directo de Cristo. Por eso, es decir, como ministros de la sagrada
Eucaristía, éstos tienen sobre las sagradas Especies una responsabilidad primaria,
porque es total: ofrecen el pan y el vino, los consagran, y luego distribuyen las sagradas
Especies a los participantes en la Asamblea. Los diáconos pueden solamente llevar al
altar las ofrendas de los fieles y, una vez consagradas por el sacerdote, distribuirlas.
Por eso cuán elocuente, aunque no sea primitivo, es en nuestra ordenación latina el rito
de la unción de las manos, como si precisamente a estas manos fuera necesaria una
especial gracia y fuerza del Espíritu Santo.
El tocar las sagradas
Especies, su distribución con las propias manos es un privilegio de los ordenados, que
indica una participación activa en el ministerio de la Eucaristía. Es obvio que la
Iglesia puede conceder esa facultad a personas que no son ni sacerdotes ni diáconos, como
son tanto los acólitos, en preparación para sus futuras ordenaciones, como otros laicos,
que la han recibido por una justa necesidad, pero siempre después de una adecuada
preparación.
Bien común de la
Iglesia
12. No podemos, ni
siquiera por un instante, olvidar que la Eucaristía es un bien peculiar de toda la
Iglesia. Es el don más grande que, en el orden de la gracia y del sacramento, el divino
Esposo ha ofrecido y ofrece sin cesar a su Esposa. Y, precisamente porque se trata de tal
don, todos debemos, con espíritu de fe profunda, dejarnos guiar por el sentido de una
responsabilidad verdaderamente cristiana. Un don nos obliga tanto más profundamente
porque nos habla, no con la fuerza de un rígido derecho, sino con la fuerza de la
confianza personal, y así -sin obligaciones legales- exige correspondencia y gratitud. La
Eucaristía es verdaderamente tal don, es tal bien. Debemos permanecer fieles en los
pormenores a lo que ella expresa en sí y a lo que nos pide, o sea la acción de gracias.
La Eucaristía es un
bien común de toda la Iglesia, como sacramento de su unidad. Y, por consiguiente, la
Iglesia tiene el riguroso deber de precisar todo lo que concierne a la participación y
celebración de la misma. Debemos, por lo tanto, actuar según los principios establecidos
por el último Concilio que, en la Constitución sobre la Sagrada Liturgia, ha definido
las autorizaciones y obligaciones, sea de los respectivos Obispos en sus diócesis, sea de
las Conferencias Episcopales, dado que unos y otras actúan unidos colegialmente con la
Sede Apostólica.
Además debemos seguir
las instrucciones emanadas en este campo de los diversos Dicasterios: sea en materia
litúrgica, en las normas establecidas por los libros litúrgicos, en lo concerniente al
misterio eucarístico, y en las Instrucciones dedicadas al mismo misterio[67], sea en lo
que tiene relación con la "communicatio in sacris", en las normas del
"Directorium de re oecumenica"[68] y en la "Instructio de peculiaribus
casibus admittendi alios christianos ad communionem eucharisticam in Ecclesia
catholica"[69]. Y aunque, en esta etapa de renovación, se ha admitido la posibilidad
de una cierta autonomía "creativa", sin embargo ella misma debe respetar
estrictamente las exigencias de la unidad substancial. Por el camino de este pluralismo
(que brota ya entre otras cosas por la introducción de las distintas lenguas en la
liturgia) podemos proseguir únicamente hasta allí donde no se hayan cancelado las
características esenciales de la celebración de la Eucaristía y se hayan respetado las
normas prescriptas por la reciente reforma litúrgica. Hay que realizar en todas partes un
esfuerzo indispensable, para que dentro del pluralismo del culto eucarístico, programado
por el Concilio Vaticano II, se manifieste la unidad de la que la Eucaristía es signo y
causa. Esta tarea sobre la cual, obligada por las circunstancias, debe vigilar la Sede
Apostólica, debería ser asumida no sólo por cada una de las Conferencias Episcopales,
sino también, por cada ministro de la Eucaristí, sin excepción. Cada uno debe además
recordar que es responsable del bien común de la Iglesia entera. El sacerdote como
ministro, como celebrante, como quien preside la asamblea eucarística de los fieles, debe
poseer un particular sentido del bien común de la Iglesia, que él mismo representa
mediante su ministerio, pero al que debe también subordinarse, según una recta
disciplina de la fe. El no puede considerarse como "propietario", que libremente
dispone del texto litúrgico y del sagrado rito como de un bien propio, de manera que
pueda darle un estilo personal y arbitrario. Esto puede a veces parecer de mayor efecto,
puede también corresponder mayormente a una piedad subjetiva; sin embargo, objetivamente,
es siempre una traición a aquella unión que, de modo especial, debe encontrar la propia
expresión en el sacramento de la unidad.
Todo sacerdote, cuando
ofrece el Santo Sacrificio, debe recordar que, durante este Sacrificio, no es únicamente
él con su comunidad quien ora, sino que ora la Iglesia entera, expresando así, también
con el uso del texto litúrgico aprobado, su unidad espiritual en este sacramento. Si
alguien quisiera tachar de "uniformidad" tal postura, esto comprobaría sólo la
ignorancia de las exigencias objetivas de la auténtica unidad y sería un síntoma de
dañoso individualismo.
Esta subordinación del
ministro, del celebrante, al "Mysterium", que le ha sido confiado por la Iglesia
para el bien de todo el Pueblo de Dios, debe encontrar también su expresión en la
observancia de las exigencias litúrgicas relativas a la celebración del Santo
Sacrificio. Estas exigencias se refieren, por ejemplo, al hábito y, particularmente, a
los ornamentos que reviste el celebrante. Es obvio que hayan existido y existan
circunstancias en las que las prescripciones no obligan. Hemos leído con conmoción, en
libros escritos por sacerdotes ex-prisioneros en campos de exterminio, relatos de
celebraciones eucarísticas sin observar las mencionadas normas, o sea sin altar y sin
ornamentos. Pero si en tales circunstancias esto era prueba de heroísmo y debía suscitar
profunda estima, sin embargo en condiciones normales, omitir las prescripciones
litúrgicas puede ser interpretado como una falta de respeto hacia la Eucaristía, dictada
tal vez por individualismo o por un defecto de sentido crítico sobre las opiniones
corrientes, o bien por una cierta falta de espíritu de fe.
Sobre todos nosotros,
que somos, por gracia de Dios, ministros de la Eucaristía, pesa de modo particular la
responsabilidad por las ideas y actitudes de nuestros hermanos y hermanas, encomendados a
nuestra cura pastoral. Nuestra vocación es la de suscitar, sobre todo con el ejemplo
personal, toda sana manifestación de culto hacia Cristo presente y operante en el
Sacramento del amor. Dios nos preserve de obrar diversamente, de debilitar aquel culto,
desacostumbrándonos de varias manifestaciones y formas de culto eucarístico, en las que
se expresa una tal vez tradicional pero sana piedad, y sobre todo aquel "sentido de
la fe", que el Pueblo de Dios entero posee, como ha recordado el Concilio Vaticano
II[70].
Llegando ya al término
de mis reflexiones, quiero pedir perdón -en mi nombre y en el de todos vosotros,
venerados y queridos Hermanos en el Episcopado- por todo lo que, por el motivo que sea y
por cualquiera debilidad humana, impaciencia, negligencia, en virtud también de la
aplicación a veces parcial, unilateral y errónea de las normas del Concilio Vaticano II,
pueda haber causado escándalo y malestar acerca de la interpretación de la doctrina y la
veneración debida a este gran Sacramento. Y pido al Señor Jesús para que en el futuro
se evite, en nuestro modo de tratar este sagrado Misterio, lo que puede, de alguna manera,
debilitar o desorientar el sentido de reverencia y amor en nuestros fieles.
Que el mismo Cristo nos
ayude a continuar por el camino de la verdadera renovación hacia aquella plenitud de vida
y culto eucarístico, a través del cual se construye la Iglesia en esa unidad que ella
misma ya posee y que desea poder realizar aún más para gloria del Dios vivo y para la
salvación de todos los hombres.
CONCLUSIÓN
13. Permitidme,
venerables y queridos Hermanos, que termine ya estas consideraciones, que se han limitado
a profundizar sólo algunas cuestiones. Al proponerlas he tenido delante toda la obra
desarrollada por el Concilio Vaticano II, y he tenido presente en mi mente la Encíclica
de Pablo VI "Mysterium fidei", promulgada durante el Concilio, así como todos
los documentos emanados después del mismo Concilio para poner en práctica la renovación
litúrgica postconciliar. Existe, en efecto, un vínculo estrechísimo y orgánico entre
la renovación de la liturgia y la renovación de toda la vida de la Iglesia.
La Iglesia no sólo
actúa, sino que se expresa también en la liturgia, vive de la liturgia y saca de la
liturgia las fuerzas para la vida. Y por ello, la renovación litúrgica, realizada de
modo justo, conforme al espíritu del Vaticano II, es, en cierto sentido, la medida y la
condición para poner en práctica las enseñanzas del Concilio Vaticano II, que queremos
aceptar con fe profunda, convencidos de que, mediante el mismo, el Espíritu Santo
"ha dicho a la Iglesia" las verdades y ha dado las indicaciones que son
necesarias para el cumplimiento de su misión respecto a los hombres de hoy y de mañana.
También en el futuro
habremos de tener una particular solicitud para promover y seguir la renovación de la
Iglesia, conforme a la doctrina del Vaticano II, en el espíritu de una Tradición siempre
viva. En efecto, pertenece también a la sustancia de la Tradición, justamente entendida,
una correcta "relectura" de los "signos de los tiempos", según los
cuales hay que sacar del rico tesoro de la Revelación "cosas nuevas y cosas
antiguas"[71]. Obrando en este espíritu, según el consejo del Evangelio, el
Concilio Vaticano II ha realizado un esfuerzo providencial para renovar el rostro de la
Iglesia en la sagrada liturgia, conectando frecuentemente con lo que es
"antiguo", con lo que proviene de la herencia de los Padres y es expresión de
la fe y de la doctrina de la Iglesia unida desde hace tantos siglos.
Para continuar poniendo
en práctica, en el futuro, las normas del Concilio en el campo de la liturgia, y
concretamente en el campo del culto eucarístico, es necesaria una íntima colaboración
entre el correspondiente Dicasterio de la Santa Sede y cada Conferencia Episcopal,
colaboración atenta y a la vez creadora, con la mirada fija en la grandeza del santísimo
Misterio y, al mismo tiempo, en las evoluciones espirituales y en los cambios sociales,
tan significativos para nuestra época, dado que no sólo crean a veces dificultades, sino
que disponen además a un modo nuevo de participar en ese gran Misterio de la fe. Me
apremia sobre todo el subrayar que los problemas de la liturgia, y en concreto de la
Liturgia eucarística, no pueden ser ocasión para dividir a los católicos y amenazar la
unidad de la Iglesia. Lo exige una elemental comprensión de ese Sacramento, que Cristo
nos ha dejado como fuente de unidad espiritual. Y ¿cómo podría precisamente la
Eucaristía, que es en la Iglesia "sacramentum pietatis, signum unitatis, vinculum
caritatis"[72] constituir en este momento, entre nosotros, punto de división y
fuente de disconformidad de pensamientos y comportamientos, en vez de ser centro focal y
constitutivo, cual es verdaderamente en su esencia, de la unidad de la misma Iglesia?
Somos todos igualmente
deudores hacia nuestro Redentor. Todos juntos debemos prestar oído al Espíritu de verdad
y amor, que El ha prometido a la Iglesia y que obra en ella. En nombre de esta verdad y de
este amor, en nombre del mismo Cristo Crucificado y de su Madre, os ruego y suplico que,
dejando toda oposición y división, nos unamos todos en esta grande y salvífica misión,
que es precio y a la vez fruto de nuestra redención. La Sede Apostólica hará todo lo
posible para buscar, también en el futuro, los medios que puedan garantizar la unidad de
la que hablamos. Evite cada uno, en su modo de actuar, "entristecer al Espíritu
Santo"[73].
Para que esta unidad y
la colaboración constante y sistemática que a ella conduce, puedan proseguirse con
perseverancia, imploro de rodillas para todos nosotros la luz del Espíritu Santo, por
intercesión de María, su Santa Esposa y Madre de la Iglesia. Al bendecir a todos de
corazón, me dirijo una vez más a vosotros, venerados y queridos Hermanos en el
Episcopado, con un saludo fraterno y plena confianza. En esta unidad colegial de la que
participamos, hagamos el máximo esfuerzo para que, dentro de la unidad universal de la
Iglesia de Cristo sobre la tierra, la Eucaristía se convierta cada vez más en fuente de
vida y luz para la conciencia de todos nuestros hermanos, en todas las comunidades.
Con espíritu de
fraterna caridad, me es grato impartir la Bendición Apostólica a vosotros y a todos los
hermanos en el sacerdocio.
Vaticano, 24 de
febrero, domingo I de Cuaresma, del año 1980, segundo de mi Pontificado.
Joannes Paulus PP. II
1
Cfr. cap. 2: AAS 71 (1979), pp. 395 ss.
2
Cfr. Conc. Ecum. Tridentino, sesión XII, can. 2: Conciliorum Oecumenicorum Decreta, 3a.
ed., Bologna, 1973, p. 735.
3
Una Liturgia eucarística etiópica, con motivo de tal precepto del Señor, recuerda: los
Apóstoles "han establecido, para nosotros, Patriarcas, Arzobispos, Presbíteros y
Diáconos con el fin de celebrar el rito de tu Iglesia Santa": Anaphora S. Athanasii:
Prex Eucharistica, Haenggi-Pahl, Fribourg (Suisse), 1968, p. 183.
4
Cfr. La Tradition apostolique de saint Hippolyte, nn. 2-4, ed. Botte, Münster-Westfalen,
1963, pp. 5-17.
5
2 Cor. 11, 28.
6
1 Pe. 2, 5.
7
Cfr. Conc. Ecum. Vat. II, Const. dogm. sobre la Iglesia Lumen gentium, n. 28 a: AAS 57
(1965), pp. 33 ss.; Decr. sobre el ministerio y vida de los presbíteros Presbyterorum
ordinis, nn. 2; 5: AAS 58 (1966), pp. 993; 998; Decr. sobre la actividad misionera de la
Iglesia Ad gentes, n. 39: AAS 58 (1966), p. 968.
8
Conc. Ecum. Vat. II, Const. dogm. sobre la Iglesia Lumen gentium, n. 11: AAS 57 (1965), p.
15.
9
Jn. 3, 16. Es interesante señalar cómo estas palabras están tomadas de la Liturgia de
S. Juan Crisóstomo inmediatamente antes de las de la consagración, e introducen a las
mismas: cfr. La divina Liturgia del santo nostro Padre Giovanni Crisostomo,
Roma-Grottaferrata, 1967, pp. 104 s.
10
Cfr. Mt. 26, 26 ss.; Mc. 14, 22-25; Lc. 22, 18 ss.; 1 Cor. 11, 23 ss.; cfr. también las
Plegarias Eucarísticas de la Liturgia actual.
11
Fil. 2, 8.
12
Jn. 13, 1.
13
Cfr. Juan Pablo II, Discurso en el Phoenix Park de Dublin, n. 7: AAS 71 (1979), pp. 1074
ss.; S. Congr. de Ritos, Instr. Eucharisticum Mysterium: AAS 59 (1967), pp. 539-573;
Rituale Romanum. De sacra communione et de cultu Mysterii eucaristici extra Missam, ed.
typica, 1973. Es de señalar que el valor del culto y la fuerza de santificación de estas
formas de devoción a la Eucaristía no dependen de las formas mismas, sino, más bien, de
las actitudes interiores.
14
Cfr. Bula Transiturus de hoc mundo (11 de agosto de 1264): Aemilii Friedberg, Corpus Iuris
Canonici, Pars II. Decretalium collectiones, Leipzig 1881, pp. 1174-1177; Studi
eucaristici, VII centenario della Bolla "Transiturus" 1264-1964, Orvieto 1966,
pp. 302-317.
15
Cfr. Pablo VI, Carta Encícl. Mysterium Fidei: AAS 57 (1965), pp. 753-774; S. Congr. de
Ritos, Instr. Eucharisticum Mysterium: AAS 59 (1967), pp. 539-573; Rituale Romanum. De
sacra communione et de cultu Mysterii eucharistici extra Missam, ed. typica, 1973.
16
Juan Pablo II, Carta Encicl. Redemptor Hominis, n. 20: AAS 71 (1979), p. 311; cfr. Conc.
Ecum. Vat. II, Const. dogm. sobre la Iglesia Lumen gentium, n. 11: AAS 57 (1965), pp. 15
ss.; además, la nota 57 en el número 20 del Esquema II de la misma Constitución
dogmática en Acta Synodalia Sacrosancti Concilii Oecumenici Vaticani II, vol. II,
periodus 2a., pars. I, sessio publica II, pp. 251 s.; Pablo VI, Discurso en la Audiencia
General del día 15 de setiembre de 1965: Insegnamenti di Paolo VI, III (1965), p. 1036;
H. de Lubac, Méditation sur l'Eglise, 2 ed., Paris 1963, p. 129-137.
17
1 Cor. 11, 26.
18
Cfr. Conc. Ecum. Vat. II, Const. dogm. sobre la Iglesia Lumen gentium, n. 11: AAS 57
(1965), pp. 15 s.; Const. sobre la sagrada Liturgia Sacrosanctum Concilium, n. 10: AAS 56
(1964), p. 102; Decr. sobre el ministerio y vida de los presbíteros Presbyterorum
ordinis, n. 5: AAS 58 (1966), pp. 997 s.; Decr. sobre el oficio pastoral de los Obispos en
la Iglesia Christus Dominus, n. 30: AAS 58 (1966), pp. 688 s.; Decr. sobre la actividad
misionera de la Iglesia Ad gentes, n. 9: AAS 58 (1966), pp. 957 s.
19
Cfr. Conc. Ecum. Vat. II, Const. dogm. sobre la Iglesia Lumen gentium, n. 26: AAS 57
(1956), pp. 21 s.; Decr. sobre el ecumenismo Unitatis redintegratio, n. 15: AAS 57 (1965),
pp. 101 s.
20
Esto es lo que pide la colecta del Jueves Santo: "concédenos alcanzar por la
participación en este sacramento la plenitud del amor y de la vida", cfr. Misal
Romano; así como las epíclesis de comunión del Misal Romano: "Te pedimos
humildemente que el Espíritu Santo congregue en la unidad a cuantos participamos del
Cuerpo y Sangre de Cristo. Acuérdate, Señor, de tu Iglesia extendida por toda la tierra
y... llévala a su perfección por la caridad": Plegaria Eucarística II, ibid., cfr.
Plegaria Eucarística III, ibid.
21
Jn. 5, 17.
22
Cfr. Misal Romano: Oración después de la comunión del Domingo XXII Ordinario: "Te
rogamos, Señor, que este sacramento con que nos has alimentado, nos haga crecer en tu
amor y nos impulse a servirte en nuestros prójimos".
23
Jn. 4, 23.
24
1 Cor. 10, 17; comentado por S. Agustín In Evangelium Ioannis tract. 31, 13: PL 35, 1613;
por el Concilio de Trento, sesión XIII, c. 8: Conciliorum Oecumenicorum Decreta, ed. 3a.,
Bologna 1973, p. 697, 7; cfr. Conc. Ecum. Vat. II, Const. dogm. sobre la Iglesia Lumen
gentium, n. 7: AAS 57 (1965), p. 9.
25
Jn. 13, 35.
26
Así lo expresan varias oraciones del Misal Romano: la oración sobre las ofrendas de la
Misa "por los que hicieron obras de misericordia": "haz que... aumente en
nosotros, a ejemplo de tus santos, nuestra generosidad contigo y con el prójimo";
oración después de la comunión de la Misa "por los educadores": "para
que... podamos comunicar a los demás la luz de la verdad y el fuego de tu amor";
cfr. también Oración para después de la comunión de la Misa del Domingo XXII
Ordinario, citado en la nota 22.
27
Jn. 4, 23.
28
Ef. 4, 13.
29
Cfr. supra, # 2.
30
Cfr. Conc. Ecum. Vat. II, Decreto sobre la actividad misionera de la Iglesia Ad gentes,
nn. 9 y 13: AAS 58 (1966), pp. 958; 967 s.; Decreto sobre el ministerio y vida de los
presbíteros Presbyterorum ordinis, n. 5: AAS 58 (1966), p. 997.
31
1 Jn. 3, 1.
32
Conc. Ecum. Vat. II, Const. dogm. sobre la Iglesia Lumen gentium, n. 11: AAS 57 (1965), p.
15.
33
Cfr. n. 20: AAS 71 (1979), pp. 313 ss.
34
2 Pe. 3, 13.
35
Col. 3, 10.
36
Lc. 1, 34; Jn. 6, 69; He. 3, 14; Apoc. 3, 7.
37
He. 10, 38; Lc. 4, 18.
38
Jn. 10, 36.
39
Cfr. Jn. 10, 17.
40
Heb. 3, 1; 4, 15, etc.
41
Como decía la liturgia bizantina del siglo IX, según el códice más antiguo, antes
denominado Barberino di San Marco (Florencia) y actualmente en la Biblioteca Apostólica
Vaticana denominado Barberini greco 336, fo. 8 vuelto, líneas 17-20, publicado, por lo
que se refiere a esta parte, por F. E. Brightman, Liturgie Eastern and Western, I, Eastern
Liturgies, Oxford 1896, p. 318, 34-35.
42
Cfr. Misal Romano: Colecta de la Misa votiva de la Sagrada Eucaristía, B.
43
1 Jn. 2, 2; cfr. ibid. 4, 10.
44
Hablamos del "divinum Mysterium", del "Sanctissimum" o del
"Sacrosanctum", es decir, del "Sacro" y del "Santo" por
excelencia. A su vez las Iglesias Orientales llaman a la Misa "raza", esto es
"mystérion" ****, "hagiasmós" ****, "quddasa",
"qedasse", es decir, "consagración" por excelencia. Hay además ritos
litúrgicos que, para inspirar el sentido del sagrado, exigen bien sea el silencio, el
estar de pie o de rodillas, bien sea las profesiones de fe, la incensación del evangelio,
del altar, del celebrante y de las sagradas Especies. Es más, tales ritos reclaman la
ayuda de los seres angélicos, creados para el servicio del Dios Santo: con el
"Sanctus" de nuestras Iglesias latinas, con el "Trisagion" y el
"Sancta Sanctis" de las Liturgias de Oriente.
45
Por ejemplo, en la invitación a comulgar, esta fe ha sido formada para descubrir aspectos
complementarios de la presencia de Cristo Santo: el aspecto epifánico revelado por los
Bizantinos ("Bendito el que viene en nombre del Señor: el Señor es Dios y se ha
aparecido a nosotros": La divina Liturgia del santo nostro Padre Giovanni Crisostomo,
Grottaferrata 1967, pp. 136 ss.); el aspecto relacional y unitivo, cantado por los Armenos
(Liturgia de S. Ignacio de Antioquía: "Un solo Padre santo con nosotros, un solo
Hijo santo con nosotros, un solo Espíritu santo con nosotros": Die Anaphora des
heiligen Ignatius von Antiochien, übersetzt von A. Rücker, Oriens Christianus, ser. 3a.
5 1930, p. 76); el aspecto recóndito y celeste, celebrado por los Caldeos y Malabares
(cfr. Himno antifonario, cantado entre sacerdotes y asamblea después de la comunión: F.
E. Brightman, o. c., p. 299).
46
Cfr. Conc. Ecum. Vat. II, Const. sobre la Sagrada Liturgia Sacrosanctum Concilium, nn. 2,
47: AAS 56 (1964), pp. 83 ss.; 113; Const. dogm. sobre la Iglesia Lumen gentium, nn. 3,
28: AAS 57 (1965), pp. 6, 33 ss.; Decreto sobre el ecumenismo Unitatis Redintegratio, n.
2: AAS 57 (1965), p. 91; Dec. sobre el ministerio y vida de los presbíteros Presbyterorum
ordinis, n. 13: AAS 58 (1966), pp. 1011 ss.; Conc. Ecum. Tridentino, sesión XXII, cap. I
y II: Conciliorum Oecumenicorum Decreta, Bologna 1973, pp. 732 ss.; especialmente:
"una eademque est hostia, idem nunc offerens sacerdotum ministerio, qui se ipsum tunc
in cruce obtulit, sola offerendi ratione diversa" (ibid. p. 733).
47
Synodus Constantinopolitana adversus Sotericum (enero 1156 y mayo 1157): Angelo Mai,
Spicilegium romanum, t. X, Romae 1844, p. 77; PG 140, 190; cfr. Martin Jugie, Dict. Theol.
Cath., t. X, 1338; Theologia dogmatica christianorum orientalium, Paris 1930, pp. 317-320.
48
Instrucción General para el uso del Misal Romano, n. 49: cfr. Misal Romano; cfr. Conc.
Ecum. Vat. II, Decreto sobre el ministerio y vida de los presbíteros Presbyterorum
ordinis, n. 5: AAS 58 (1966), pp. 99 ss.
49
Cfr. Ordo Missae cum populo, n. 18: cfr. Misal Romano.
50
Conc. Ecum. Tridentino, Sessio XXII, c. I, Conciliorum Oecumenicorum Decreta, Bologna
1973, pp. 732 ss.
51
Col. 2, 14.
52
Jn. 11, 28.
53
Así lo desea la "Instrucción General para el uso del Misal Romano", n. 55 s.:
cfr. Misal Romano.
54
Cfr. Const. sobre la Sagrada Liturgia Sacrosanctum Concilium, nn. 35, 1; 51: AAS 56
(1964), pp. 109, 114.
55
Cfr. S. Congr. de Ritos, Instr. In edicendis normis, VI, 17. 18; VII, 19-20: AAS 57
(1965), pp. 1012 ss.; Instr. Musicam Sacram, IV, 48: AAS 59 (1967), p. 314; Decr. De
titulo Basilicae Minoris, II, 8: AAS 60 (1968), p. 538; S. Congr. para el Culto Divino,
Notif. De Missali Romano, Liturgia Horarum et Calendario I, 4: AAS 63 (1971), p. 714.
56
Cfr. Pablo VI, Const. Apost. Missale Romanum: "Vivamente confiamos que la nueva
ordenación del Misal permitirá a todos, sacerdotes y fieles, preparar sus corazones a la
celebración de la Cena del Señor con renovado espíritu religioso y, al mismo tiempo,
sostenidos por una meditación más profunda de las Sagradas Escrituras, alimentarse cada
día más y con mayor abundancia de la Palabra del Señor". Cfr. Misal Romano.
57
Cfr. Pontificale Romanum. De Institutione Lectorum et Acolythorum, n. 4, ed. typica 1972,
pp. 19 ss.
58
Cfr. Instrucción General para el uso del Misal Romano, nn. 319-320: cfr. Misal Romano.
59
Cfr. Fr. J. Dolger, Das Segnen der Sinne mit der Eucharistie. Eine altchristliche
Kommunionsitte: Antike und Christentum, t. 3 (1932), pp. 231-244; Das Kultvergehen der
Donatistin Lucilla von Karthago. Reliquienkuss vor dem Kuss der Eucharistie, ibid., pp.
245-252.
60
Cfr. Conc. Ecum. Vat. II, Const. dogm. sobre la Iglesia Lumen gentium, nn. 12, 35: AAS 57
(1965), pp. 16; 40.
61
Cfr. Jn. 1, 29; Ap. 19, 9.
62
Cfr. Lc. 14, 16 ss.
63
Cfr. Instrucción General para el uso del Misal Romano, nn. 7-8; cfr. Misal Romano.
64
1 Cor. 11, 28.
65
Pontificale Romanum. De Ordinatione Diaconi, Presbyteri et Episcopi, edit. typica 1968, p.
93.
66
Heb. 5, 1.
67
S. Congr. de Ritos, Instructio "Eucharisticum Mysterium" de cultu Mysterii
eucharistici: AAS 59 (1967), pp. 539-573; Rituale Romanum. De sacra communione et de cultu
Mysterii eucharistici extra Missam, edit. typica 1973; S. Congr. para el Culto Divino,
Litterae circulares ad Conferentiarum Episcopalium Praesides de precibus eucharisticis:
AAS 65 (1973), pp. 340-347.
68
Nn. 38-63: AAS 59 (1967), pp. 586-592.
69
AAS 64 (1972), pp. 518-525. Cfr. también la "Communicatio" publicada el año
siguiente para la correcta aplicación de dicha Instrucción: AAS 65 (1973), pp. 616-619.
70
Cfr. Conc. Ecum. Vat. II, Const. dogm. sobre la Iglesia Lumen gentium, n. 12: AAS 57
(1965), pp. 16 s.
71
Mt. 13, 52.
72
Cfr. S. Agustín, In Ioann. Ev. tract. 26, 13: PL 35, 1612 ss.
73
Ef. 4, 30.
No hay comentarios:
Publicar un comentario