Carta encíclica Mysterium fidei
De Su Santidad
Pablo VI
sobre la doctrina
y el culto
de la Sagrada Eucaristía
Pablo VI
sobre la doctrina
y el culto
de la Sagrada Eucaristía
1. El misterio de fe, es decir, el inefable
don de la Eucaristía, que la Iglesia católica ha recibido de Cristo, su
Esposo, como prenda de su inmenso amor, lo ha guardado siempre
religiosamente como el tesoro más precioso, y el Concilio Ecuménico
Vaticano II le ha tributado una nueva y solemnísima profesión de fe y
culto. En efecto, los Padres del Concilio, al tratar de restaurar la
Sagrada Liturgia, con su pastoral solicitud en favor de la Iglesia
universal, de nada se han preocupado tanto como de exhortar a los fieles
a que con entera fe y suma piedad participen activamente en la
celebración de este sacrosanto misterio, ofreciéndolo, juntamente con el
sacerdote, como sacrificio a Dios por la salvación propia y de todo el
mundo y nutriéndose de él como alimento espiritual.
Porque si la Sagrada Liturgia ocupa el
primer puesto en la vida de la Iglesia, el Misterio Eucarístico es como
el corazón y el centro de la Sagrada Liturgia, por ser la fuente de la
vida que nos purifica y nos fortalece de modo que vivamos no ya para
nosotros, sino para Dios, y nos unamos entre nosotros mismos con el
estrechísimo vínculo de la caridad.
Y para resaltar con evidencia la íntima
conexión entre la fe y la piedad, los Padres del Concilio, confirmando
la doctrina que la Iglesia siempre ha sostenido y enseñado y el Concilio
de Trento definió solemnemente juzgaron que era oportuno anteponer, al
tratar del sacrosanto Misterio de la Eucaristía, esta síntesis de
verdades:
«Nuestro Salvador, en la Ultima Cena, la
noche en que él era traicionado, instituyó el sacrificio eucarístico de
su cuerpo y sangre, con el cual iba a perpetuar por los siglos, hasta su
vuelta, el sacrifico de la cruz y a confiar así a su Esposa, la
Iglesia, el memorial de su muerte y resurrección: sacramento de
piedad, signo de unidad, vínculo de caridad, banquete pascual, en el
cual se come a Cristo, el alma se llena de gracia y se nos da una prenda
de la gloria venidera»1.
Con estas palabras se enaltecen a un mismo
tiempo el sacrificio, que pertenece a la esencia de la misa que se
celebra cada día, y el sacramento, del que participan los fieles por la
sagrada comunión, comiendo la carne y bebiendo la sangre de Cristo,
recibiendo la gracia, que es anticipación de la vida eterna y la
medicina de la inmortalidad, conforme a las palabras del Señor: «El que
come mi carne y bebe mi sangre tiene la vida eterna y yo le resucitaré
en el último día»2.
Así, pues, de la restauración de la sagrada
liturgia Nos esperamos firmemente que brotarán copiosos frutos de piedad
eucarística, para que la santa Iglesia, levantando esta saludable
enseña de piedad, avance cada día más hacia la perfecta unidad3
e invite a todos cuantos se glorían del nombre cristiano a la unidad de
la fe y de la caridad, atrayéndolos suavemente bajo la acción de la
divina gracia.
Nos parece ya entrever estos frutos y como
gustar ya sus primicias en la alegría manifiesta y en la prontitud de
ánimo con que los hijos de la Iglesia católica han acogido la
Constitución de la sagrada liturgia restaurada; y asimismo en muchas y
bien escritas publicaciones destinadas a investigar con mayor
profundidad y a conocer con mayor fruto la doctrina sobre la santísima
Eucaristía, especialmente en lo referente a su conexión con el misterio
de la Iglesia.
Todo esto nos es motivo de no poco consuelo y
gozo, que también queremos de buen grado comunicaros, venerables
hermanos, para que vosotros, con Nos, deis también gracias a Dios, dador
de todo bien, quien, con su Espíritu, gobierna a la Iglesia y la
fecunda con crecientes virtudes.
Motivos de solicitud pastoral y de preocupación
2. Sin embargo, venerables hermanos, no
faltan, precisamente en la materia de que hablamos, motivos de grave
solicitud pastoral y de preocupación, sobre los cuales no nos permite
callar la conciencia de nuestro deber apostólico.
En efecto, sabemos ciertamente que entre
los que hablan y escriben de este sacrosanto misterio hay algunos que
divulgan ciertas opiniones acerca de las misas privadas, del dogma de la
transustanciación y del culto eucarístico, que perturban las almas de
los fieles, causándoles no poca confusión en las verdades de la fe, como
si a cualquiera le fuese lícito olvidar la doctrina, una vez definida
por la Iglesia, o interpretarla de modo que el genuino significado de
las palabra o la reconocida fuerza de los conceptos queden enervados.
En efecto, no se puede —pongamos un ejemplo— exaltar tanto la misa, llamada comunitaria,
que se quite importancia a la misa privada; ni insistir tanto en la
naturaleza del signo sacramental como si el simbolismo, que ciertamente
todos admiten en la sagrada Eucaristía, expresase exhaustivamente el
modo de la presencia de Cristo en este sacramento; ni tampoco discutir
sobre el misterio de la transustanciación sin referirse a la admirable
conversión de toda la sustancia del pan en el cuerpo de Cristo y de toda
la sustancia del vino en su sangre, conversión de la que habla el
Concilio de Trento, de modo que se limitan ellos tan sólo a lo que
llaman transignificación y transfinalización; como, finalmente,
no se puede proponer y aceptar la opinión, según la cual en las hostias
consagradas, que quedan después de celebrado el santo sacrificio de la
misa, ya no se halla presente Nuestro Señor Jesucristo.
Todos comprenden cómo en estas opiniones y
en otras semejantes, que se van divulgando, reciben gran daño la fe y el
culto de la divina Eucaristía.
Así, pues, para que la esperanza suscitada
por el Concilio de una nueva luz de piedad eucarística que inunda a toda
la Iglesia, no sea frustrada ni aniquilada por los gérmenes ya
esparcidos de falsas opiniones, hemos decidido hablaros, venerables
hermanos, de tan grave tema y comunicaros nuestro pensamiento acerca de
él con autoridad apostólica.
Ciertamente, Nos no negamos a los que
divulgan tales opiniones el deseo nada despreciable de investigar y
poner de manifiesto las inagotables riquezas se tan gran misterio, para
hacerlo entender a los hombres de nuestra época; más aún; reconocemos y
aprobamos tal deseo; pero no podemos aprobar las opiniones que
defienden, y sentimos el deber de avisaros sobre el grave peligro que
esas opiniones constituyen para la recta fe.
La sagrada Eucaristía es un Misterio de fe
3. Ante todo queremos recordar una verdad,
por vosotros bien sabida, pero muy necesaria para eliminar todo veneno
de racionalismo; verdad, que muchos católicos han sellado con su propia
sangre y que celebres Padres y Doctores de la Iglesia han profesado y
enseñado constantemente, esto es, que la Eucaristía es un altísimo
misterio, más aún, hablando con propiedad, como dice la sagrada
liturgia, el misterio de fe. Efectivamente, sólo en él, como muy sabidamente dice nuestro predecesor León XIII, de feliz memoria, se contienen con singular riqueza y variedad de milagros todas las realidades sobrenaturales4.
Luego es necesario que nos acerquemos,
particularmente a este misterio, con humilde reverencia, no siguiendo
razones humanas, que deben callar, sino adhiriéndonos firmemente a la
Revelación divina.
San Juan Crisóstomo, que, como sabéis,
trató con palabra tan elevada y con piedad tan profunda el misterio
eucarístico, instruyendo en cierta ocasión a sus fieles acerca de esta
verdad, se expresó en estos apropiados términos: «Inclinémonos ante
Dios; y no le contradigamos, aun cuando lo que Él dice pueda parecer
contrario a nuestra razón y a nuestra inteligencia; que su palabra
prevalezca sobre nuestra razón e inteligencia. Observemos esta misma
conducta respecto al misterio [eucarístico], no considerando solamente
lo que cae bajo los sentidos, sino atendiendo a sus palabras, porque su
palabra no puede engañar»5.
Idénticas afirmaciones han hecho con
frecuencia los doctores escolásticos. Que en este sacramento se halle
presente el cuerpo verdadero y la sangre verdadera de Cristo, no se puede percibir con los sentidos —como dice Santo Tomás—, sino sólo con la fe, la cual se apoya en la autoridad de Dios.
Por esto, comentando aquel pasaje de San Lucas 22, 19: «Hoc est corpus
meum quod pro vobis tradetur», San Cirilo dice: «No dudes si esto es
verdad, sino más bien acepta con fe las palabras del Salvador: porque,
siendo Él la verdad, no miente»6.
Por eso, haciendo eco al Docto Angélico, el pueblo cristiano canta frecuentemente: Visus
tactus gustus in te fallitur, sed auditu solo tuto creditur: Credo
quidquid dixit Dei Filius, Nil hoc Verbo veritatis verius. [«En ti
se engaña la vista, el tacto, el gusto; sólo el oído cree con seguridad.
Creo lo que ha dicho el Hijo de Dios, pues nada hay más verdadero que
este Verbo de la verdad»].
Más aún, afirma San Buenaventura: «Que
Cristo está en el sacramento como signo, no ofrece dificultad alguna;
pero que esté verdaderamente en el sacramento, como en el cielo, he ahí
la grandísima dificultad; creer esto, pues, es muy meritorio»7.
Por lo demás, esto mismo ya lo insinúa el
Evangelio, cuando cuenta cómo muchos de los discípulos de Cristo, luego
de oír que habían de comer su carne y beber su sangre, volvieron las
espaldas al Señor y le abandonaron diciendo: «¡Duras son estas palabras!
¿Quién puede oírlas?». En cambio Pedro, al preguntarle el Señor si
también los Doce querían marcharse, afirmó con pronta firmeza su fe y la
de los demás apóstoles, con esta admirable respuesta: «Señor, ¿a quién
iríamos? Tú tienes palabras de vida eterna»8.
Y así es lógico que al investigar este
misterio sigamos como una estrella el magisterio de la Iglesia, a la
cual el divino Redentor ha confiado la Palabra de Dios, escrita o
transmitida oralmente, para que la custodie y la interprete, convencidos
de que aunque no se indague con la razón, aunque no se explique con
la palabra, es verdad, sin embargo, lo que desde la antigua edad con fe
católica veraz se predica y se cree en toda la Iglesia9.
Pero esto no basta. Efectivamente, aunque
se salve la integridad de la fe, es también necesario atenerse a una
manera apropiada de hablar no sea que, con el uso de palabras inexactas,
demos origen a falsas opiniones —lo que Dios no quiera— acerca de la fe
en los más altos misterios. Muy a propósito viene el grave aviso de San
Agustín, cuando considera el diverso modo de hablar de los filósofos y
el de los cristianos: «Los filósofos —escribe— hablan libremente y en
las cosas muy difíciles de entender no temen herir los oídos religiosos.
Nosotros, en cambio, debemos hablar según una regla determinada, no sea
que el abuso de las palabras engendre alguna opinión impía aun sobre
las cosas por ellas significadas»10.
La norma, pues, de hablar que la Iglesia,
con un prolongado trabajo de siglos, no sin ayuda del Espíritu Santo, ha
establecido, confirmándola con la autoridad de los concilios, norma que
con frecuencia se ha convertido en contraseña y bandera de la fe
ortodoxa, debe ser religiosamente observada, y nadie, a su propio
arbitrio o so pretexto de nueva ciencia, presuma cambiarla. ¿Quién,
podría tolerar jamás, que las fórmulas dogmáticas usadas por los
concilios ecuménicos para los misterios de la Santísima Trinidad y de la
Encarnación se juzguen como ya inadecuadas a los hombres de nuestro
tiempo y que en su lugar se empleen inconsideradamente otras nuevas? Del
mismo modo no se puede tolerar que cualquiera pueda atentar a su gusto
contra las fórmulas con que el Concilio Tridentino ha propuesto la fe
del misterio eucarístico. Porque esas fórmulas, como las demás usadas
por la Iglesia para proponer los dogmas de la fe, expresan conceptos no
ligados a una determinada forma de cultura ni a una determinada fase de
progreso científico, ni a una u otra escuela teológica, sino que
manifiestan lo que la mente humana percibe de la realidad en la
universal y necesaria experiencia y lo expresa con adecuadas y
determinadas palabras tomadas del lenguaje popular o del lenguaje culto.
Por eso resultan acomodadas a todos los hombres de todo tiempo y lugar.
Verdad es que dichas fórmulas se pueden
explicar más clara y más ampliamente con mucho fruto, pero nunca en un
sentido diverso de aquel en que fueron usadas, de modo que al progresar
la inteligencia de la fe permanezca intacta la verdad de la fe. Porque,
según enseña el Concilio Vaticano I, en los sagrados dogmas se debe
siempre retener el sentido que la Santa Madre Iglesia ha declarado una
vez para siempre y nunca es lícito alejarse de ese sentido bajo el
especioso pretexto de una más profunda inteligencia11.
El misterio eucarístico se realiza en el sacrificio de la misa
4. Y para edificación y alegría de todos,
nos place, venerables hermanos, recordar la doctrina que la Iglesia
católica conserva por la tradición y enseña con unánime consentimiento.
Ante todo, es provechoso traer a la memoria
lo que es como la síntesis y punto central de esta doctrina, es decir,
que por el misterio eucarístico se representa de manera admirable el
sacrificio de la Cruz consumado de una vez para siempre en el Calvario,
se recuerda continuamente y se aplica su virtud salvadora para el perdón
de los pecados que diariamente cometemos12.
Nuestro Señor Jesucristo, al instituir el misterio eucarístico,
sancionó con su sangre el Nuevo Testamento, cuyo Mediador es Él, como en
otro tiempo Moisés había sancionado el Antiguo con la sangre de los
terneros13.
Porque, como cuenta el Evangelista, en la última cena, «tomando el pan,
dio gracias, lo partió y se lo dio, diciendo: Este es mi Cuerpo,
entregado por vosotros; haced esto en memoria mía. Asimismo tomó el
cáliz, después de la cena, diciendo: Este es el cáliz de la nueva
Alianza en mi sangre, derramada por vosotros»14.
Y así, al ordenar a los Apóstoles que hicieran esto en memoria suya,
quiso por lo mismo que se renovase perpetuamente. Y la Iglesia naciente
lo cumplió fielmente, perseverando en la doctrina de los Apóstoles y
reuniéndose para celebrar el sacrificio eucarístico: «Todos ellos
perseveraban —atestigua cuidadosamente San Lucas— en la doctrina de los
apóstoles y en la comunión de la fracción del pan y en la oración»15.
Y era tan grande el fervor que los fieles recibían de esto, que podía
decirse de ellos: «la muchedumbre de los creyentes era un solo corazón y
un alma sola»16.
Y el apóstol Pablo, que nos transmitió con toda fidelidad lo que el Señor le había enseñado17,
habla claramente del sacrificio eucarístico, cuando demuestra que los
cristianos no pueden tomar parte en los sacrificios de los paganos,
precisamente porque se han hecho participantes de la mesa del Señor. «El
cáliz de bendición que bendecimos —dice— ¿no es por ventura la
comunicación de la Sangre de Cristo? Y el pan que partimos ¿no es acaso
la participación del Cuerpo de Cristo?... No podéis beber el cáliz de
Cristo y el cáliz de los demonios, no podéis tomar parte en la mesa del
Señor y en la mesa de los demonios»18.
La Iglesia, enseñada por el Señor y por los apóstoles ha ofrecido
siempre esta nueva oblación del Nuevo Testamento, que Malaquías había
preanunciado19,
no sólo por los pecados de los fieles aún vivos y por sus penas,
expiaciones y demás necesidades, sino también por los muertos en Cristo,
no purificados aún del todo20.
Y omitiendo otros testimonios, recordamos
tan sólo el de San Cirilo de Jerusalén, el cual, instruyendo a los
neófitos en la fe cristiana, dijo estas memorables palabras: «Después de
completar el sacrificio espiritual, rito incruento, sobre la hostia
propiciatoria, pedimos a Dios por la paz común de las Iglesias, por el
recto orden del mundo, por los emperadores, por los ejércitos y los
aliados, por los enfermos, por los afligidos, y, en general, todos
nosotros rogamos por todos los que tienen necesidad de ayuda y ofrecemos
esta víctima... y luego [oramos] también por los Santos Padres y
obispos difuntos y, en general, por todos los que han muerto entre
nosotros, persuadidos de que les será de sumo provecho a las almas por
las cuales se eleva la oración mientras esté aquí presente la Víctima
Santa y digna de la máxima reverencia». Confirmando esto con el ejemplo
de la corona entretejida para el emperador a fin de que perdone a los
desterrados, el mismo santo Doctor concluye así su discurso: «Del mismo
modo también nosotros ofrecemos plegarias a Dios por los difuntos,
aunque sean pecadores; no le entretejemos una corona, pero le ofrecemos
en compensación de nuestros pecados a Cristo inmolado, tratando de hacer
a Dios propicio para con nosotros y con ellos»21. San Agustín atestigua que esta costumbre de ofrecer el sacrificio de nuestra redención también por los difuntos estaba vigente en la Iglesia romana22, y al mismo tiempo hace notar que aquella costumbre, como transmitida por los Padres, se guardaba en toda la Iglesia23.
Pero hay otra cosa que, por ser muy útil
para ilustrar el misterio de la Iglesia, nos place añadir; esto es, que
la Iglesia, al desempeñar la función de sacerdote y víctima juntamente
con Cristo, ofrece toda entera el sacrificio de la misa, y toda entera
se ofrece en él. Nos deseamos ardientemente que esta admirable doctrina,
enseñada ya por los Padres24, recientemente expuesta por nuestro predecesor Pío XII, de inmortal memoria25, y últimamente expresada por el Concilio Vaticano II en la Constitución De Ecclesia a propósito del pueblo de Dios26,
se explique con frecuencia y se inculque profundamente en las almas de
los fieles, dejando a salvo, como es justo, la distinción no sólo de
grado, sino también de naturaleza que hay entre el sacerdocio de los
fieles y el sacerdocio jerárquico27.
Porque esta doctrina, en efecto, es muy apta para alimentar la piedad
eucarística, para enaltecer la dignidad de todos los fieles y para
estimular a las almas a llegar a la cumbre de la santidad, que no
consiste sino en entregarse por completo al servicio de la divina
Majestad con generosa oblación de sí mismo.
Conviene, además, recordar la conclusión que de esta doctrina se desprende sobre la naturaleza pública y social de toda misa28.
Porque toda misa, aunque sea celebrada privadamente por un sacerdote,
no es acción privada, sino acción de Cristo y de la Iglesia, la cual, en
el sacrifico que ofrece, aprende a ofrecerse a sí misma como sacrificio
universal, y aplica a la salvación del mundo entero la única e infinita
virtud redentora del sacrificio de la Cruz.
Pues cada misa que se celebra se ofrece no sólo por la salvación de algunos, sino también por la salvación de todo el mundo.
De donde se sigue que, si bien a la
celebración de la misa conviene en gran manera, por su misma naturaleza,
que un gran número de fieles tome parte activa en ella, no hay que
desaprobar, sino antes bien aprobar, la misa celebrada privadamente,
según las prescripciones y tradiciones de la Iglesia, por un sacerdote
con sólo el ministro que le ayuda y le responde; porque de esta misa se
deriva gran abundancia de gracias especiales para provecho ya del mismo
sacerdote, ya del pueblo fiel y de otra la Iglesia, y aun de todo el
mundo: gracias que no se obtienen en igual abundancia con la sola
comunión.
Por lo tanto, con paternal insistencia,
recomendamos a los sacerdotes —que de un modo particular constituyen
nuestro gozo y nuestra corona en el Señor— que, recordando la potestad,
que recibieron del obispo que los consagró para ofrecer a Dios el
sacrificio y celebrar misas tanto por los vivos como por los difuntos en
nombre del Señor29,
celebren cada día la misa digna y devotamente, de suerte que tanto
ellos mismos como los demás cristianos puedan gozar en abundancia de la
aplicación de los frutos que brotan del sacrificio de la Cruz. Así
también contribuyen en grado sumo a la salvación del genero humano.
En el sacrificio de la misa, Cristo se hace sacramentalmente presente
5. Cuanto hemos dicho brevemente acerca del
sacrificio de la misa nos anima a exponer algo también sobre el
sacramento de la Eucaristía, ya que ambos, sacrificio y sacramento,
pertenecen al mismo misterio sin que se pueda separar el uno del otro.
El Señor se inmola de manera incruenta en el sacrificio de la misa, que
representa el sacrifico de la cruz, y nos aplica su virtud salvadora,
cuando por las palabras de la consagración comienza a estar
sacramentalmente presente, como alimento espiritual de los fieles, bajo
las especies del pan y del vino.
Bien sabemos todos que son distintas las
maneras de estar presente Cristo en su Iglesia. Resulta útil recordar
algo más por extenso esta bellísima verdad que la Constitución De Sacra Liturgia expuso brevemente30. Presente está Cristo en su Iglesia que ora, porque
es él quien ora por nosotros, ora en nosotros y a El oramos: ora por
nosotros como Sacerdote nuestro; ora en nosotros como Cabeza nuestra y a
El oramos como a Dios nuestro31. Y El mismo prometió: «Donde están dos o tres congregados en mi nombre, allí estoy yo en medio de ellos»32.
Presente está El en su Iglesia que ejerce
las obras de misericordia, no sólo porque cuando hacemos algún bien a
uno de sus hermanos pequeños se lo hacemos al mismo Cristo33,
sino también porque es Cristo mismo quien realiza estas obras por medio
de su Iglesia, socorriendo así continuamente a los hombres con su
divina caridad. Presente está en su Iglesia que peregrina y anhela
llegar al puerto de la vida eterna, porque El habita en nuestros
corazones por la fe34 y en ellos difunde la caridad por obra del Espíritu Santo que El nos ha dado35.
De otra forma, muy verdadera, sin embargo,
está también presente en su Iglesia que predica, puesto que el Evangelio
que ella anuncia es la Palabra de Dios, y solamente en el nombre, con
la autoridad y con la asistencia de Cristo, Verbo de Dios encarnado, se
anuncia, a fin de que haya una sola grey gobernada por un solo pastor36.
Presente está en su Iglesia que rige y
gobierna al pueblo de Dios, puesto que la sagrada potestad se deriva de
Cristo, y Cristo, Pastor de los pastores37,
asiste a los pastores que la ejercen, según la promesa hecha a los
Apóstoles. Además, de modo aún más sublime, está presente Cristo en su
Iglesia que en su nombre ofrece el sacrificio de la misa y administra
los sacramentos. A propósito de la presencia de Cristo en el
ofrecimiento del sacrificio de la misa, nos place recordar lo que san
Juan Crisóstomo, lleno de admiración, dijo con verdad y elocuencia:
«Quiero añadir una cosa verdaderamente maravillosa, pero no os extrañéis
ni turbéis. ¿Qué es? La oblación es la misma, cualquiera que sea el
oferente, Pablo o Pedro; es la misma que Cristo confió a sus discípulos,
y que ahora realizan los sacerdotes; esta no es, en realidad, menor que
aquélla, porque no son los hombres quienes la hacen santa, sino aquel
que la santificó. Porque así como las palabras que Dios pronunció son
las mismas que el sacerdote dice ahora, así la oblación es la misma»38.
Nadie ignora, en efecto, que los
sacramentos son acciones de Cristo, que los administra por medio de los
hombres. Y así los sacramentos son santos por sí mismos y por la virtud
de Cristo: al tocar los cuerpos, infunden gracia en la almas.
Estas varias maneras de presencia llenan el
espíritu de estupor y dan a contemplar el misterio de la Iglesia. Pero
es muy distinto el modo, verdaderamente sublime, con el cual Cristo está
presente a su Iglesia en el sacramento de la Eucaristía, que por ello
es, entre los demás sacramentos, el más dulce por la devoción, el más bello por la inteligencia, el más santo por el contenido39; ya que contiene al mismo Cristo y es como la perfección de la vida espiritual y el fin de todos los sacramentos40.
Tal presencia se llama real, no por exclusión, como si las otras no fueran reales, sino por antonomasia, porque es también corporal y substancial, pues por ella ciertamente se hace presente Cristo, Dios y hombre, entero e íntegro41.
Falsamente explicaría esta manera de presencia quien se imaginara una
naturaleza, como dicen, «pneumática» y omnipresente, o la redujera a los
límites de un simbolismo, como si este augustísimo sacramento no
consistiera sino tan sólo en un signo eficaz de la presencia espiritual de Cristo y de su íntima unión con los fieles del Cuerpo místico42.
Verdad es que acerca del simbolismo
eucarístico, sobre todo con referencia a la unidad de la Iglesia, han
tratado mucho los Padres y Doctores escolásticos. El Concilio de Trento,
al resumir su doctrina, enseña que nuestro Salvador dejó en su Iglesia
la Eucaristía como un símbolo... de su unidad y de la caridad con la
que quiso estuvieran íntimamente unidos entre sí todos los cristianos, y
por lo tanto, símbolo de aquel único Cuerpo del cual El es la Cabeza43.
Ya en los comienzos de la literatura cristiana, a propósito de este asunto escribió el autor desconocido de la obra llamada Didaché o Doctrina de los doce Apóstoles:
«Por lo que toca a la Eucaristía, dad gracias así... como este pan
partido estaba antes disperso sobre los montes y recogido se hizo uno,
así se reúna tu Iglesia desde los confines de la tierra en tu reino»44.
Igualmente San Cipriano, defendiendo la
unidad de la Iglesia contra el cisma, dice: «Finalmente, los mismos
sacrificios del Señor manifiestan la unanimidad de los cristianos,
entrelazada con sólida e indisoluble caridad. Porque cuando el Señor
llama cuerpo suyo al pan integrado por la unión de muchos granos, El
está indicando la unión de nuestro pueblo, a quien El sostenía; y cuando
llama sangre suya al vino exprimido de muchos granos y racimos y que
unidos forman una cosa, indica igualmente nuestra grey, compuesta de una
multitud reunida entre sí»45.
Por lo demás, a todos se había adelantado
el Apóstol, cuando escribía a los Corintios: «Porque el pan es uno solo,
constituimos un solo cuerpo todos los que participamos de un solo pan»46.
Pero si el simbolismo eucarístico nos hace
comprender bien el efecto propio de este sacramento, que es la unidad
del Cuerpo místico, no explica, sin embargo, ni expresa la naturaleza
del sacramento por la cual éste se distingue de los demás. Porque la
perpetua instrucción impartida por la Iglesia a los catecúmenos, el
sentido del pueblo cristiano, la doctrina definida por el Concilio de
Trento, y las mismas palabras de Cristo, al instituir la santísima
Eucaristía, nos obligan a profesar que la Eucaristía es la carne de
nuestro Salvador Jesucristo, que padeció por nuestros pecados, y al que
el Padre, por su bondad, ha resucitado47.
A estas palabras de san Ignacio de Antioquía nos agrada añadir las de
Teodoro de Mopsuestia, fiel testigo en esta materia de la fe de la
Iglesia, cuando decía al pueblo: «Porque el Señor no dijo: Esto es un
símbolo de mi cuerpo, y esto un símbolo de mi sangre, sino: Esto es mi
cuerpo y mi sangre. Nos enseña a no considerar la naturaleza de la cosa
propuesta a los sentidos, ya que con la acción de gracias y las palabras
pronunciadas sobre ella se ha cambiado en su carne y sangre»48.
Apoyado en esta fe de la Iglesia, el Concilio de Trento abierta
y simplemente afirma que en el benéfico sacramento de la santa
Eucaristía, después de la consagración del pan y del vino, se contiene
bajo la apariencia de estas cosas sensibles, verdadera, real y
substancialmente Nuestro Señor Jesucristo, verdadero Dios y verdadero
hombre. Por lo tanto, nuestro Salvador está presente según su
humanidad, no sólo a la derecha del Padre, según el modo natural de
existir, sino al mismo tiempo también en el sacramento de la Eucaristía con
un modo de existir que si bien apenas podemos expresar con las palabras
podemos, sin embargo, alcanzar con la razón ilustrada por la fe y
debemos creer firmísimamente que para Dios es posible49.
Cristo Señor está presente en el sacramento de la Eucaristía por la transustanciación
6. Mas para que nadie entienda erróneamente
este modo de presencia, que supera las leyes de la naturaleza y
constituye en su género el mayor de los milagros50,
es necesario escuchar con docilidad la voz de la iglesia que enseña y
ora. Esta voz que, en efecto, constituye un eco perenne de la voz de
Cristo, nos asegura que Cristo no se hace presente en este sacramento
sino por la conversión de toda la sustancia del pan en su cuerpo y de
toda la sustancia del vino en su sangre; conversión admirable y
singular, que la Iglesia católica justamente y con propiedad llama
transustanciación51. Realizada la transustanciación,
las especies del pan y del vino adquieren sin duda un nuevo significado
y un nuevo fin, puesto que ya no son el pan ordinario y la ordinaria
bebida, sino el signo de una cosa sagrada, y signo de un alimento
espiritual; pero ya por ello adquieren un nuevo significado y un nuevo
fin, puesto que contienen una nueva realidad que con razón denominamos ontológica.
Porque bajo dichas especies ya no existe lo
que antes había, sino una cosa completamente diversa; y esto no tan
sólo por el juicio de la fe de la Iglesia, sino por la realidad
objetiva, puesto que, convertida la sustancia o naturaleza del pan y del
vino en el cuerpo y en la sangre de Cristo, no queda ya nada del pan y
del vino, sino tan sólo las especies: bajo ellas Cristo todo entero está
presente en su realidad física, aun corporalmente, pero no a la manera que los cuerpos están en un lugar.
Por ello los Padres tuvieron gran cuidado
de advertir a los fieles que, al considerar este augustísimo sacramento
creyeran no a los sentidos que se fijan en las propiedades del pan y del
vino, sino a las palabras de Cristo, que tienen tal virtud que cambian,
transforman, transelementan el pan y el vino en su cuerpo y en
su sangre; porque, como más de una vez lo afirman los mismos Padres, la
virtud que realiza esto es la misma virtud de Dios omnipotente, que al
principio del tiempo creó el universo de la nada.
«Instruido en estas cosas —dice san Cirilo
de Jerusalén al concluir su sermón sobre los misterios de la fe— e
imbuido de una certísima fe, para lo cual lo que parece pan no es pan,
no obstante la sensación del gusto, sino que es el cuerpo de Cristo; y
lo que parece vino no es vino, aunque así le parezca al gusto, sino que
es la Sangre de Cristo...; confirmar tu corazón y come ese pan como algo
espiritual y alegra la faz de tu alma»52.
E insiste san Juan Crisóstomo: «No es el
hombre quien convierte las cosas ofrecidas en el cuerpo y sangre de
Cristo, sino el mismo Cristo que por nosotros fue crucificado. El
sacerdote, figura de Cristo, pronuncia aquellas palabras, pero su virtud
y la gracia son de Dios. Esto es mi cuerpo, dice. Y esta palabra
transforma las cosas ofrecidas»53.
Y con el obispo de Constantinopla Juan, está perfectamente de acuerdo
el obispo de Alejandría Cirilo, cuando en su comentario al Evangelio de
san Mateo, escribe: «[Cristo], señalando, dijo: Esto es mi cuerpo, y esta es mi sangre,
para que no creas que son simples figuras las cosas que se ven, sino
que las cosas ofrecidas son transformadas, de manera misteriosa pero
realmente por Dios omnipotente, en el cuerpo y en la sangre de Cristo,
por cuya participación recibimos la virtud vivificante y santificadora
de Cristo»54.
Y Ambrosio, obispo de Milán, hablando con
claridad sobre la conversión eucarística, dice: «Convenzámonos de que
esto no es lo que la naturaleza formó, sino lo que la bendición consagró
y que la fuerza de la bendición es mayor que la de la naturaleza,
porque con la bendición aun la misma naturaleza se cambia». Y queriendo
confirmar la verdad del misterio, propone muchos ejemplos de milagros
narrados en la Escritura, entre los cuales el nacimiento de Jesús de la
Virgen María, y luego, volviéndose a la creación concluye: «Por lo
tanto, la palabra de Cristo, que ha podido hacer de la nada lo que no
existía, ¿no puede acaso cambiar las cosas que ya existen, en lo que no
eran? Pues no es menos dar a las cosas su propia naturaleza, que
cambiársela»55.
Ni es necesario aducir ya muchos
testimonios. Más útil es recordar la firmeza de la fe con que la
Iglesia, con unánime concordia, resistió a Berengario, quien, cediendo a
dificultades sugeridas por la razón humana, fue el primero que se
atrevió a negar la conversión eucarística. La Iglesia le amenazó
repetidas veces con la condena si no se retractaba. Y por eso san
Gregorio VII, nuestro predecesor, le impuso prestar un juramento en
estos términos: «Creo de corazón y abiertamente confieso que el pan y el
vino que se colocan en el altar, por el misterio de la oración sagrada,
y por las palabras de nuestro Redentor, se convierten sustancialmente
en la verdadera, propia y vivificante carne y sangre de Nuestro Señor
Jesucristo, y que después de la consagración está el verdadero cuerpo de
Cristo, que nació de la Virgen, y que ofrecido por la salvación del
mundo estuvo pendiente de la cruz, y que está sentado a la derecha del
Padre; y que está la verdadera sangre de Cristo, que brotó de su
costado, y ello no sólo por signo y virtud del sacramento, sino aun en
la propiedad de la naturaleza y en la realidad de la sustancia»56.
Acorde con estas palabras, dando así
admirable ejemplo de la firmeza de la fe católica, está todo cuanto los
concilios ecuménicos Lateranense, Constanciense, Florentino y,
finalmente, el Tridentino enseñaron de un modo constante sobre el
misterio de la conversión eucarística, ya exponiendo la doctrina de la
Iglesia, ya condenando los errores.
Después del Concilio de Trento, nuestro
predecesor Pío VI advirtió seriamente contra los errores del Sínodo de
Pistoya, que los párrocos, que tienen el deber de enseñar, no descuiden
hablar de la transubstanciación, que es uno de los artículos de la fe57.
También nuestro predecesor Pío XII, de
feliz memoria, recordó los límites que no deben pasar todos los que
discuten con sutilezas sobre el misterio de la transubstanciación58.
Nos mismo, en el reciente Congreso Nacional Italiano Eucarístico de
Pisa, cumpliendo Nuestro deber apostólico hemos dado público y solemne
testimonio de la fe de la Iglesia59.
Por lo demás, la Iglesia católica, no sólo
ha enseñado siempre la fe sobre a presencia del cuerpo y sangre de
Cristo en la Eucaristía, sino que la ha vivido también, adorando en
todos los tiempos sacramento tan grande con el culto latréutico que tan
sólo a Dios es debido. Culto sobre el cual escribe san Agustín: «En esta
misma carne [el Señor] ha caminado aquí y esta misma carne nos la ha
dado de comer para la salvación; y ninguno come esta carne sin haberla
adorado antes..., de modo que no pecamos adorándola; antes al contrario,
pecamos si no la adoramos»60.
Del culto latréutico debido al sacramento eucarístico
7. La Iglesia católica rinde este culto
latréutico al sacramento eucarístico, no sólo durante la misa, sino
también fuera de su celebración, conservando con la máxima diligencia
las hostias consagradas, presentándolas a la solemne veneración de los
fieles cristianos, llevándolas en procesión con alegría de la multitud
del pueblo cristiano.
De esta veneración tenemos muchos
testimonios en los antiguos documentos de la Iglesia. Pues los Pastores
de la Iglesia siempre exhortaban solícitamente a los fieles a que
conservaran con suma diligencia la Eucaristía que llevaban a su casa. En verdad, el Cuerpo de Cristo debe ser comido y no despreciado por los fieles, amonesta gravemente san Hipólito61.
Consta que los fieles creían, y con razón,
que pecaban, según recuerda Orígenes, cuando, luego de haber recibido
[para llevarlo] el Cuerpo del Señor, aun conservándolo con todo cuidado y
veneración, se les caía algún fragmento suyo por negligencia62.
Que los mismos Pastores reprobaban
fuertemente cualquier defecto de debida reverencia, lo atestigua
Novaciano digno de fe en esto, cuando juzga merecedor de reprobación a
quien, saliendo de la celebración dominical y llevando aún consigo,
como se suele, la Eucaristía..., lleva el Cuerpo Santo del Señor de acá
para allá, corriendo a los espectáculos y no a su casa63.
Todavía más: san Cirilo de Alejandría
rechaza como locura la opinión de quienes sostenían que la Eucaristía no
sirve nada para la santificación, cuando se trata de algún residuo de
ella guardado para el día siguiente: Pues ni se altera Cristo, dice,
ni se muda su sagrado Cuerpo, sino que persevera siempre en él la
fuerza, la potencia y la gracia vivificante64.
Ni se debe olvidar que antiguamente los
fieles, ya se encontrasen bajo la violencia de la persecución, ya por
amor de la vida monástica viviesen en la soledad, solían alimentarse
diariamente con la Eucaristía, tomando la sagrada Comunión aun con sus
propias manos, cuando estaba ausente el sacerdote o el diácono65.
No decimos esto, sin embargo, para que se
cambie el modo de custodiar la Eucaristía o de recibir la santa
comunión, establecido después por las leyes eclesiásticas y todavía hoy
vigente, sino sólo para congratularnos de la única fe de la Iglesia, que
permanece siempre la misma.
De esta única fe ha nacido también la fiesta del Corpus Christi,
que, especialmente por obra de la sierva de Dios santa Juliana de Mont
Cornillon, fue celebrada por primera vez en la diócesis de Lieja, y que
nuestro predecesor Urbano IV extendió a toda la Iglesia; y de aquella fe
han nacido también otras muchas instituciones de piedad eucarística
que, bajo la inspiración de la gracia divina, se han multiplicado cada
vez más, y con las cuales la Iglesia católica, casi a porfía, se
esfuerza en rendir homenaje a Cristo, ya para darle las gracias por don
tan grande, ya para implorar su misericordia.
Exhortación para promover el culto eucarístico
8. Os rogamos, pues, venerables hermanos,
que custodiéis pura e íntegra en el pueblo, confiado a vuestro cuidado y
vigilancia, esta fe que nada desea tan ardientemente como guardar una
perfecta fidelidad a la palabra de Cristo y de los Apóstoles, rechazando
en absoluto todas las opiniones falsas y perniciosas, y que promováis,
sin rehuir palabras ni fatigas, el culto eucarístico, al cual deben
conducir finalmente todas las otras formas de piedad.
Que los fieles, bajo vuestro impulso,
conozcan y experimenten más y más esto que dice San Agustín: «El que
quiere vivir tiene dónde y de dónde vivir. Que se acerque, que crea, que
se incorpore para ser vivificado. Que no renuncie a la cohesión de los
miembros, que no sea un miembro podrido digno de ser cortado, ni un
miembro deforme de modo que se tenga que avergonzar: que sea un miembro
hermoso, apto, sano; que se adhiera al cuerpo, que viva de Dios para
Dios; que trabaje ahora en la tierra para poder reinar después en el
cielo»66.
Diariamente, como es de desear, los fieles en gran número participen
activamente en el sacrificio de la Misa se alimenten pura y santamente
con la sagrada Comunión, y den gracias a Cristo Nuestro Señor por tan
gran don.
Recuerden estas palabras de nuestro
predecesor San Pío X: «El deseo de Jesús y de la Iglesia de que todos
los fieles se acerquen diariamente al sagrado banquete, consiste sobre
todo en esto: que los fieles, unidos a Dios por virtud del sacramento,
saquen de él fuerza para dominar la sensualidad, para purificar de las
leves culpas cotidianas y para evitar los pecados graves a los que está
sujeto la humana fragilidad»67.
Además, durante el día, que los fieles no
omitan el hacer la visita al Santísimo Sacramento, que ha de estar
reservado con el máximo honor en el sitio más noble de las iglesias,
conforme a las leyes litúrgicas, pues la visita es señal de gratitud,
signo de amor y deber de adoración a Cristo Nuestro Señor, allí
presente.
Todos saben que la divina Eucaristía
confiere al pueblo cristiano una dignidad incomparable. Ya que no sólo
mientras se ofrece el sacrificio y se realiza el sacramento, sino
también después, mientras la Eucaristía es conservada en las iglesias y
oratorios, Cristo es verdaderamente el Emmanuel, es decir, «Dios con nosotros». Porque día y noche está en medio de nosotros, habita con nosotros lleno de gracia y de verdad68;
ordena las costumbres, alimenta las virtudes, consuela a los afligidos,
fortalece a los débiles, incita a su imitación a todos que a El se
acercan, de modo que con su ejemplo aprendan a ser mansos y humildes de
corazón, y a buscar no ya las cosas propias, sino las de Dios. Y así
todo el que se vuelve hacia el augusto sacramento eucarístico con
particular devoción y se esfuerza en amar a su vez con prontitud y
generosidad a Cristo que nos ama infinitamente, experimenta y comprende a
fondo, no sin gran gozo y aprovechamiento del espíritu, cuán preciosa
es la vida escondida con Cristo en Dios69 y cuánto sirve estar en coloquio con Cristo: nada más dulce, nada más eficaz para recorrer el camino de la santidad.
Bien conocéis, además, venerables hermanos,
que la Eucaristía es conservada en los templos y oratorios como centro
espiritual de la comunidad religiosa y de la parroquial, más aún, de la
Iglesia universal y de toda la humanidad, puesto que bajo el velo de las
sagradas especies contiene a Cristo, Cabeza invisible de la Iglesia,
Redentor del mundo, centro de todos los corazones, por quien son todas las cosas y nosotros por El70.
De aquí se sigue que el culto de la divina Eucaristía mueve muy fuertemente el ánimo a cultivar el amor social71,
por el cual anteponemos al bien privado el bien común; hacemos nuestra
la causa de la comunidad, de la parroquia, de la Iglesia universal, y
extendemos la caridad a todo el mundo, porque sabemos que doquier
existen miembros de Cristo.
Venerables hermanos, puesto que el
Sacramento de la Eucaristía es signo y causa de la unidad del Cuerpo
Místico de Cristo y en aquellos que con mayor fervor lo veneran excita
un activo espíritu eclesial, según se dice, no ceséis de
persuadir a vuestros fieles, para que, acercándose al misterio
eucarístico, aprendan a hacer suya propia la causa de la Iglesia, a orar
a Dios sin interrupción, a ofrecerse a sí mismos a Dios como agradable
sacrificio por la paz y la unidad de la Iglesia, a fin de que todos los
hijos de la Iglesia sean una sola cosa y tengan el mismo sentimiento, y
que no haya entre ellos cismas, sino que sean perfectos en una misma
manera de sentir y de pensar, como manda el Apóstol72;
y que todos cuantos aún no están unidos en perfecta comunión con la
Iglesia católica, por estar separados de ella, pero que se glorían y
honran del nombre cristiano, lleguen cuanto antes con el auxilio de la
gracia divina a gozar juntamente con nosotros aquella unidad de fe y de
comunión que Cristo quiso que fuera el distintivo de sus discípulos.
Este deseo de orar y consagrarse a Dios por
la unidad de la Iglesia lo deben considerar como particularmente suyo
los religiosos, hombres y mujeres, puesto que ellos se dedican de modo
especial a la adoración del Santísimo Sacramento, y son como su corona
aquí en la tierra, en virtud de los votos que han hecho.
Pero queremos una vez mas expresar el deseo
de la unidad de todos los cristianos, que es el más querido y grato que
tuvo y tiene la Iglesia, con las mismas palabras del Concilio
Tridentino en la conclusión del Decreto sobre la santísima Eucaristía:
«Finalmente, el Santo Sínodo advierte con paterno afecto, ruega e
implora por las entrañas de la misericordia de nuestro Dios73 que todos y cada uno de los cristianos lleguen alguna vez a unirse concordes en este signo de unidad, en este vínculo de caridad,
en este símbolo de concordia y considerando tan gran majestad y el amor
tan eximio de Nuestro Señor Jesucristo, que dio su preciosa vida como
precio de nuestra salvación y nos dio su carne para comerla74,
crean y adoren estos sagrados misterios de su Cuerpo y de su Sangre con
fe tan firme y constante, con tanta piedad y culto, que les permita
recibir frecuentemente este pan supersustancial75,
y que éste sea para ellos verdaderamente vida del alma y perenne salud
de la mente, de tal forma que, fortalecidos con su vigor76, puedan llegar desde esta pobre peregrinación terrena a la patria celestial para comer allí, ya sin velo alguno, el mismo pan de los ángeles77 que ahora "comen bajo los sagrados velos"»78.
¡Ojalá que el benignísimo Redentor que, ya
próximo a la muerte rogó al Padre por todos los que habían de creer en
El para que fuesen una sola cosa, como El y el Padre son una cosa sola79,
se digne oír lo más pronto posible este ardentísimo deseo Nuestro y de
toda la Iglesia, es decir, que todos, con una sola voz y una sola fe,
celebremos el misterio eucarístico, y que, participando del cuerpo de
Cristo, formemos un solo cuerpo80, unido con los mismos vínculos con los que él quiso quedase asegurada su unidad!
Nos dirigimos, además, con fraterna caridad
a todos los que pertenecen a las venerables Iglesias del Oriente, en
las que florecieron tantos celebérrimos Padres cuyos testimonios sobre
la Eucaristía hemos recordado de buen grado en esta nuestra carta. Nos
sentimos penetrados por gran gozo cuando consideramos vuestra fe ante la
Eucaristía que coincide con nuestra fe; cuando escuchamos las oraciones
litúrgicas con que celebráis vosotros un misterio tan grande; cuando
admiramos vuestro culto eucarístico y leemos a vuestros teólogos que
exponen y defienden la doctrina sobre este augustísimo sacramento.
La Santísima Virgen María, de la que Cristo
Señor tomó aquella carne, que en este Sacramento, bajo las especies del
pan y del vino, se contiene, se ofrece y se come81,
y todos los santos y las santas de Dios, especialmente los que
sintieron más ardiente devoción por la divina Eucaristía, intercedan
junto al Padre de las misericordias, para que de la común fe y culto
eucarístico brote y reciba más vigor la perfecta unidad de comunión
entre todos los cristianos. Impresas están en el ánimo la palabras del
santísimo mártir Ignacio, que amonesta a los fieles de Filadelfia sobre
el mal de las desviaciones y de los cismas, para los que es remedio la
Eucaristía: «Esforzaos, pues —dice—, por gozar de una sola Eucaristía:
porque una sola es la carne de Nuestro Señor Jesucristo, y uno solo es
el cáliz en la unidad de su Sangre, uno el alta, como uno es el
obispo...»82.
Confortados con la dulcísima esperanza de
que del acrecentado culto eucarístico se han de derivar muchos bienes
para toda la Iglesia y para todo el mundo, a vosotros, venerables
hermanos, a los sacerdotes, a los religiosos y a todos los que os
prestan su colaboración, a todos los fieles confiados a vuestros
cuidados, impartimos con gran efusión de amor, y en prenda de las
gracias celestiales, la bendición apostólica.
Dado en Roma junto a San Pedro, en la fiesta de San Pío X, el 3 de septiembre del año 1965, tercero de Nuestro Pontificado.
PAULUS PP. VI
Const. De sacra liturgia c. 2. n. 47: AAS 56 (1964) 113.
Jn 6, 55.
Cf.Jn 17, 23.
Enc. Mirae caritatis, AL 22, 122.
In Mat. hom. 82, 4 PG. 58, 743.
Sum. theol. 3, 75, 1 c.
In IV Sententiarum 10, 1, 1; Opera omnia 4, ad Claras Aquas 1889, p. 217.
Jn 6, 61-69.
S. Aug. Contra Iulianum 6, 5, 11 PL 44, 829.
De civ. Dei 10, 23 PL 41, 300.
Const dogm. De fide cathol. c. 4.
Cf. Conc. Trid. De s. missae sacrif., c. 1.
Cf. Ex 24, 8.
Lc 22, 19-20; cf. Mt 26, 26-28; Mc 14, 22-24.
Hch 2, 42.
Ibid. 4, 32.
1Cor 11, 23 ss.
Ibid. 10, 16.
Mal 1, 11.
Conc. Trid. De s. missae sacrif., c. 2.
Catecheses 23 (myst. 5), 8-18 PG 33, 1115-18.
Cf. Confess. 9, 12, 32 PL 32, 777; cf. ibid. 9, 11, 27 PL 32, 775.
Cf. Serm. 172, 2 PL 38, 936; cf. De cura gerenda pro mortuis 13 PL 40, 593.
Cf. S. Agustín, De civ. Dei. 10, 6 PL 41, 284.
Cf. Enc. Mediator Dei, AAS 39, 552.
Cf. Const. dogm. De Ecclesia c. 2 n. 11 AAS 57, 15.
Cf. ibíd. c. 2, n. 10 AAS 57, 14.
Const. De sacra liturgia c. 1 n. 27 AAS 56, 107.
Cf. Pontificale Romanum.
Const. De sacra liturgia c. 1 n. 7 A. A. S. 56, 100-1.
S. Agustín, In Ps. 85, 1 PL 37, 1081.
Mt 18, 20.
Cf. Mt 25, 40.
Cf. Ef 3, 17.
Cf. Rom. 5, 5.
S. Agustín, Contr. litt. Petiliani 3, 10, 11 PL 43, 353.
Idem In Ps. 86, 3 PL 37, 1102.
San Juan Crisóstomo, In ep. 2 ad Tim. hom. 2, 4 PG 62, 612.
Egido Romano, Theoremata de corp. Christi th. 50 (Venecia 1521) 127.
S. Th. Sum. theol. 3, 73, a. 3 c.
Cf. Conc. Trid. Decr. De S. Eucharistia c. 3.
Pío XII, Enc. Humani generis, AAS 42, 578.
Conc. Trid. Decr. De S. Eucharistia pr. y c. 2.
Didaché 9,1: F. X. Funk, Patres 1, 20.
San Cipriano, Epist. ad Magnum, 6 PL 3, 1189.
1Cor 10, 17.
S. Ignacio de A., Ad Smyrn. 7, 1 PG 5, 714.
Teodoro de Mopsuestia, In Mat. comm. c. 26 PG 66, 714.
Cf. Conc. Trid. Decr. De S. Eucharistia c. 1.
Cf. Enc. Mirae caritatis, AL 22, 123.
Cf. Conc. Trid. Decr. De S. Eucharistia c. 4 y can. 2.
San Cirilo de Jerusalén, Catecheses 22, 9 (myst. 4) PG 33, 1103.
San Juan Crisóstomo, De prodit. Iudae hom. 1, 6 PG 49, 380; cf. In Mat. hom. 82, 5 PG 58, 744.
In Mat. 26, 27 PG 72, 451.
San Ambrosio, De myster. 9, 50-52 PL 16, 422-424.
Mansi Coll. ampliss. Concil. 20, 524 D.
Pío VI, Const. Auctorem fidei, 28 de agosto de 1794.
Alocución del 22 sept.1956 AAS 48, 720.
Pablo VI, Alocución al Congreso Nac. Eucar. Italino: AAS 57, 588-592.
San Agustín, In Ps. 98, 9 PL 37, 1264.
San Hipólito, Tradit. apostolica, ed. Botte: La tradition apostolique de St. Hippolyte, Munster, 1963, 84.
Orígenes, In Exodum fragm. PG 12, 391.
Novaciano, De spectaculis: CSEL 3, 8.
San Cirilo de Alej., Epist. ad Calosyrium PG 76, 1075.
Cf. S. Basilio, Ep. 93 PG 32, 483-6.
S. Agustín, In Io. tr. 26, 13 PL 35, 1613.
Decr. S. Congr. Concil. 20 dec. 1905, approb. a S. Pío X: ASS 38, 401.
Cf. Jn 1, 14.
Cf. Col 3, 3.
1Cor 8, 6.
Cf. S. Agustín,. De Gen. ad litt. 11, 15, 20 PL 34, 437.
Cf. 1Cor 1, 10.
Lc. 1, 78.
Jn 6, 48 ss.
Mt 6, 11.
3 Re 19, 8.
Sal 77, 25.
Decr. De S. Eucharistia c. 8.
Cf. Jn 17, 20-1.
Cf. 1Cor 10, 17.
C. I. C. can. 801.
San Ignacio de A., Ep. ad Philadelph. 4 PG 5, 700.
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