sábado, 14 de julio de 2012

LOS MÁRTIRES Y EL ALMA

5 de marzo
Dice Jesús:
«¡Oh, vosotros, los cristianos del siglo veinte, que escucháis como si fueran fábulas las
narraciones de mis mártires y os decís: “¡No puede ser verdad! ¿Cómo podría serlo? ¡Al fin de
cuentas, también ellos eran hombres y mujeres! Es toda una leyenda”, debéis saber que no es una
leyenda, sino que es historia. Si creéis en las virtudes cívicas de los antiguos atenienses, espartanos,
romanos, y sentís que vuestro espíritu se exalta por el heroísmo y la grandeza de los héroes civiles,
¿por qué no queréis creer en estas virtudes sobrenaturales y no sentís que vuestro espíritu se exalta y
es impulsado a una selecta imitación al escuchar la narración de las grandezas y los heroísmos de
mis héroes?
Decís que, en resumidas cuentas, eran hombres y mujeres. Lo eran, por cierto. Eran hombres y
mujeres. Decís una gran verdad pero os imponéis una gran condena. Eran hombres y mujeres y
vosotros sois brutos. Sois seres degradados de la semejanza con Dios, de la condición de hijos de
Dios; degradados a nivel de animales guiados sólo por el instinto y emparentados con Satanás.
Eran hombres y mujeres. Habían vuelto a ser “hombres y mujeres” por medio de la Gracia, así
como eran el Primero y la Primera en e1 Paraíso Terrestre.
¿Acaso no se lee en la Génesís que Dios hizo al Hombre dominador sobre todo lo que existía
en la Tierra, o sea, sobre todo excepto que sobre Dios y sus angélicos ministros? ¿Acaso no se lee
que hizo a la Mujer para que fuera la compañera del Hombre en el júbilo y en el dominio sobre
todos los seres vivos? ¿Acaso no se lee que podían comer de todo menos del árbol de la ciencia del
Bien y el Mal 1? ¿Por qué? ¿Qué significado se esconde bajo la expresión “para que domine”? ¿Y
cuál se oculta en el del árbol del Bien y el Mal? ¿Os lo habéis preguntado alguna vez, vosotros, los
que preguntáis tantas cosas inú-
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1 Génesis 1, 26-28; 2, 15-25; 3, 1-3.
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tiles y no sabéis interrogar jamás a vuestra alma sobre las verdades celestiales?
Si estuviera viva, vuestra alma os lo diría. Os lo diría vuestra alma que, cuando vive en la
Gracia, está sostenida como una flor entre las manos de vuestro ángel; vuestra alma que, cuando
vive en la Gracia, es como una flor besada por el sol y regada por el rocío, porque el Espíritu Santo
le da calor y la ilumina, la riega y la orna con luces celestiales.
¡Cuántas verdades os diría vuestra alma si supierais conversar con ella, si la amarais
considerándola la que introduce en vosotros la semejanza con Dios, que es Espíritu, como espíritu
es vuestra alma! ¡Qué espléndida amiga tendríais, si amarais vuestra alma en lugar de odiarla hasta
matarla! ¡Qué grande y sublime amiga tendríais, para hablar con ella de cosas celestes, oh vosotros,
los que tenéis avidez de palabras y os arruináis recíprocamente con amistades que pueden no ser
ignominiosas (aunque algunas veces lo son), pero que son casi siempre inútiles y se transforman en
un vano o nocivo estruendo de palabras y más palabras, referidas totalmente a cosas terrenas!
¿No he dicho acaso: “El que me ama guardará mi Palabra y mi Padre le amará y vendremos a
él y en él haremos morada” 2? El alma que vive en la Gracia posee el amor y, al poseer el amor,
posee a Dios, o sea, al Padre, que la conserva; al Hijo, que la instruye; al Espíritu, que la ilumina.
Por lo tanto, posee el Conocimiento, la Ciencia, la Sabiduría. Posee la Luz.
Por eso, pensad qué conversaciones sublimes podría entablar con vosotros vuestra alma. Son
las conversaciones que han poblado el silencio de las prisiones, el silencio de las celdas, el silencio
de las ermitas, el silencio del aposento de los enfermos santos. Son las conversaciones que han
consolado a los prisioneros que esperaban el martirio; a los que vivían en el claustro buscando la
Verdad; a los ermitaños, que anhelaban conocer anticipadamente a Dios; a los enfermos, que
anhelaban la tolerancia - mas, ¿qué estoy diciendo? -, que anhelaban el amor de su cruz.
Si supierais interrogar a vuestra alma, ella os diría que el significado verdadero, exacto, vasto
como toda la creación, de la expresión “que domine” es éste: “Para que el Hombre domine sobre
todo, sobre
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2 Juan 14, 23.
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sus tres estratos: el estrato inferior, el animal; el estrato central, el moral; el estrato superior, el
espiritual y para que dirija los tres a un único fin: ‘Poseer a Dios’ ”. Poseer a Dios mereciéndole por
obra de este férreo dominio que tiene sujetas todas las fuerzas del yo y las convierte en servidoras
de este único fin: merecer la posesión de Dios.
Vuestra alma os diría también que Dios había prohibido conocer el Bien y el Mal porque el
Bien se lo había prodigado gratuitamente a sus criaturas y, en cuanto al Mal, no quería que lo
conocierais, porque es un fruto dulce para el paladar pero, cuando su zumo desciende y llega a la
sangre, despierta en ella una fiebre que produce sequedad, una fiebre que mata por lo que, cuanto
más se bebe ese zumo engañoso, más acucia la sed.
Vosotros objetaréis: “Pues, ¿por qué ha puesto allí ese árbol?”. ¡Por qué! Porque el Mal es una
fuerza que nace por sí sola, como ciertas enfermedades monstruosas en el cuerpo más sano.
Lucifer era un ángel, era el más bello de todos. Era un espíritu perfecto, inferior solamente a
Dios. Y, sin embargo, en su ser luminoso nació un vaho de soberbia, que él no disipó; que, por el
contrario, condensó al incubarlo. Y de esta incubación, nació el Mal. El Mal ya existía antes que el
hombre. Dios había arrojado fuera del Paraíso a este maldito Incubador del Mal, a este truhán que
enlodaba el Paraíso. Pero, aun así, siguió siendo el eterno Incubador del Mal y, al no poder enlodar
el Paraíso, enlodó la Tierra 3.
Esta simbólica planta representa tal verdad. Dios había dicho al Hombre y a la Mujer:
“Conocéis todas las leyes y los misterios de la creación. Mas no pretendáis usurparme el derecho de
ser el Creador del hombre. Para propagar la estirpe humana será suficiente mi Amor, que circulará
en vosotros y que, sin la lujuria de los sentidos mas con el solo palpitar de la caridad, suscitará los
nuevos Adanes de la estirpe. Os lo doy todo. Reservo para Mí solamente el misterio de la formación
del hombre”.
Satanás quiso quitarle al Hombre esta virginidad intelectual y embelesó y acarició con su
lengua serpentina los miembros y los ojos de Eva y suscitó en ellos agudezas y repercusiones que
antes no tenían, porque la Malicia no los había envenenado. Eva “vio”. Y habiendo visto, quiso
probar. La carne se había despertado.
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3 Isaías 14, 9-21.
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¡Oh, si hubiera llamado a Dios! Si hubiera corrido hacia Él para decirle: “¡Padre! Estoy
enferma. La serpiente me ha acariciado y todo mi ser está turbado”. El Padre la habría purificado y
sanado con su aliento puesto que, del mismo modo que le había infundido la vida, podía infundirle
de nuevo la inocencia, quitándole el recuerdo del veneno y, aún más, originando en ella la
repugnancia hacia la Serpiente, tal como sucede en quienes, tras haber padecido una enfermedad,
sienten hacia ésta una instintiva repugnancia cuando vuelven a estar sanos.
Pero Eva no va al Padre. Eva vuelve a la Serpiente. La sensación que le suscitó es dulce para
ella. “Como viese que el fruto del árbol era bueno para comer, apetecible a la vista y de aspecto
excelente, lo cogió y comió de él” 4.
Y “comprendió”. La malicia ya había descendido a morderle las vísceras. Vio con ojos
nuevos, oyó con oídos nuevos, los gestos y las voces de los brutos. Y los deseó ardientemente, con
insano deseo.
Comenzó sola a pecar. Y llevó a cabo totalmente el pecado con su compañero. He aquí por
qué sobre la mujer pesa una condena mayor 5. Por su culpa, el hombre se rebeló a Dios y conoció la
lujuria y la muerte. Por su culpa, ya no supo dominar sus tres reinos: el del espíritu, porque permitió
que el espíritu desobedeciera a Dios; el moral, porque permitió que las pasiones le dominaran; el de
la carne, porque la envileció sometiéndola a las leyes instintivas de los brutos.
“La Serpiente me ha seducido” dice Eva. “La mujer me ha ofrecido el fruto y lo he comido”
dice Adán 6. Y desde entonces, la triple concupiscencia ciñe opresivamente los tres reinos del
hombre.
Sólo la Gracia consigue aflojar el apretón de este monstruo despiadado. Y hasta llega a
estrangularlo y a que no se deba temer nada más, si es una Gracia viva, vivísima, mantenida cada
vez más viva por voluntad del hijo fiel. Entonces, ya no habrá temor a los tiranos interiores, o sea,
los de la carne y las pasiones; ni habrá temor a los tiranos exteriores, o sea, los del mundo y de los
poderosos del mundo. Entonces, no habrá temor a las persecuciones, ni tampoco a la muerte.
Así lo dice el apóstol Pablo: “No temo ninguna de estas cosas ni me importa mi vida, con tal
de cumplir mi misión y el ministerio que
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4 Génesis 3, 6.
5 Génesis 3, 14-19.
6 Génesis 3, 8-13.
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he recibido del Señor Jesús: dar testimonio del Evangelio de la Gracia de Dios” 7.
A mis mártires les importó cumplir su misión y el ministerio que recibieron de Mí, o sea,
santificar el mundo y dar testimonio del Evangelio. No les preocupó ninguna otra cosa. Ellos habían
vuelto a ser “hombres y mujeres”, no ya brutos, debido a la Gracia que vivía en ellos y que ellos
tutelaban con un cuidado que no tenían por la pupila de sus ojos y por la propia vida, que
consumían con risueña prontitud, porque sabían que consumían corruptibles despojos y adquirían
en cambio una vida incorruptible de infinito valor. Y vivían y obraban como hombres y mujeres
hijos del Padre celestial.
Como dice Pablo, ellos “no codiciaron ni oro, ni plata, ni vestidos de nadie”8; al contrario, se
dejaron despojar y se despojaron voluntariamente de toda riqueza, y hasta de la vida, “para
seguirme” en la Tierra y en el Cielo.
Y, como sigue diciendo el apóstol, “con sus manos proveyeron a sus necesidades y a las
ajenas” 9, dieron la Vida a sí mismos y llevaron a la Vida también a los otros.
“Trabajando socorrieron a los enfermos” de esa tremenda enfermedad que es el vivir fuera de
la verdadera Fe y para este fin se prodigaron con todo su ser y lo dieron todo: afectos, sangre, vida,
fatigas, con el recuerdo de mis palabras, las que te dije hace tres días 10: “Dar es recibir”, “Dar es
mejor que recibir”; esas palabras que hoy, cuando te he hecho abrir el Libro en el capítulo 20 de los
Hechos, en el versículo 35, has leído con un estremecimiento porque te has acordado de que las
habías oído hacía poco y, de prisa, has ido a buscarlas. Y cuando las has encontrado, has llorado,
porque así has tenido una prueba de que quien habla soy Yo.
Sí, soy Yo. No temas. Tú ni siquiera sospechas de qué verdades te conviertes en cauce. Como
la avecilla que, en la rama, canta feliz ese canto que Dios puso en su pequeña garganta desde hace
miles de años, y no sabe por qué emite precisamente esas notas y no otras diferentes, y tampoco
sabe que por medio de ellas dice su nombre y el nombre de su Creador, así también tú repites esa
Palabra que resuena en ti y ni siquiera sabes cuán profundo es su significado.
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7 Hechos 20, 24.
8 Hechos 20, 33.
9 Hechos 20, 34.
10 Se refiere al 2 de marzo.
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Pero sigue siendo así: una niña. Amo tanto a los niños. Lo viste. Me has visto reír solamente
con ellos. Para Mí eran mi alegría en cuanto Hombre. La Madre y el Discípulo eran mi alegría de
Hombre-Dios y de Maestro. El Padre era mi alegría de Dios. Pero los niños eran mi jubiloso alivio
en la tierra tan amarga.

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